
Si las palabras pudieran tatuarse a sí mismas, sus cuerpos estarían llenos de marcas que contarían una historia mucho más profunda que la nuestra. No se tatuarían símbolos o imágenes, sino otras palabras. Sus tatuajes serían la historia de su propia existencia.
Las palabras antiguas y germinales, como tierra, mar, fuego o cielo, se tatuarían los nombres de las primeras civilizaciones que las pronunciaron. Sus marcas serían como jeroglíficos o símbolos que conectarían su origen con el sonido de las primeras lenguas.
Las palabras opuestas, como luz y sombra, no se tatuarían solas. Luz llevaría grabado a sombra en su piel, y sombra a luz, porque saben que la una no tiene significado sin la otra, una prueba de su eterna interdependencia.
Volar tendría un tatuaje del instante en que un pájaro se elevó por primera vez; crecer llevaría la imagen del tallo de una planta rompiendo la tierra. Sus tatuajes serían la memoria de un evento, una declaración de su propósito.
Incluso las palabras más nuevas, como los neologismos que aparecen y desaparecen, se tatuarían el instante fugaz de su creación.
En esencia, si las palabras pudieran tatuarse, llevarían en su piel los mapas de su linaje, los lazos que las unen a otras palabras y las historias de su existencia. Sus cuerpos serían la biblioteca de la historia de la humanidad, narrada en un lenguaje que, como decía Borges, solo ellas mismas entienden. Las palabras son una «paráfrasis de la realidad», una simplificación que nunca logra abarcar la totalidad del misterio.
Aunque no puedan representar la realidad tal cual es, las palabras tienen el poder de crear mundos, de conectar al lector con experiencias y emociones, incluso no vividas.
En nuestra piel, los tatuajes nos cuentan historias grabadas con tinta. Pero en nuestra alma existen tatuajes mucho más profundos, invisibles al ojo, que se taracean con el filo de palabras que evocan emociones imborrables.
Somos, en esencia, un libro de memorias escrito por el lenguaje. Cada conversación, cada poema, cada canción y cada beso se convierten en un trazo que configura nuestro destino. Es por eso que el tatuaje de las palabras es el más sagrado de todos: nos recuerda el poder inmenso que tenemos para construir o destruir, para sanar o para herir.
Al final, todos somos una colección de «voces tatuadas». Llevamos el eco de quienes nos han formado, de los héroes y los villanos de nuestra historia personal. Al mismo tiempo, nuestra propia voz se convierte en el cincel con el que tatuamos a los demás. Seamos conscientes de la tinta que elegimos para dejar nuestra marca, sabiendo que una sola palabra puede ser el trazo más preciado o la condena más cruel que alguien reciba para toda su vida.
Una palabra sola basta para sanarnos.