La naturaleza es a veces tan ordenada que el día 31 de agosto, domingo, después de un estío estruendoso de un calor infame, empezó el invierno. La ola de calor quedó zanjada de modo súbito a la vez que los incendios que todavía humeaban cuando colas y colas de veraneantes abandonaban como por espasmos casi toda la costa galega, en donde ha reinado la sensación de que esto vai petar, esto vai petar más pronto que tarde.
Los balances arrojarán luz sobre el turismo veraniego y empezarán los matices de los hosteleros, un gremio en el que también hay malos profesionales que viven en el me opongo, me opongo a las peatonalizaciones, me opongo a contratar y a pagar como me obliga la ley, me opongo a no invadir las aceras con mis terrazas o, ahora, me opongo a una tasa turística que permitiría que los servicios públicos rechinaran menos con la invasión.
Pero la convicción del esto vai petar ha sido la gran conclusión del Gran Verano, quizá un poco condicionada por tan poca lluvia y por tanta temperatura en el agua y en el aire. Las crónicas llegan desde O Grove, A Illa, Sanxenxo, Pantín, Vigo con un lead compartido, nunca tanta gente vino por aquí a pasar un rato, y un pronóstico: los de este año son solo la avanzadilla de los que vendrán. Ya en los seis primeros meses habían escogido Galicia tantas personas como galegos somos, una cantidad récord que se va a disparar cuando se cierre el recuento del estío. Fijo.
Así que Galicia debe prepararse para lo que está por venir, aprovecharse de lo que ha pasado en otros sitios y vacunarse contra la turismofobia, que avanzará firme y con razones de peso si este Gran Verano que acabó tan ordenado el día 31 es solo el primero, y de aquí en adelante regalamos sin control, ni normas, ni consideración alguna lo que somos.