
No soy «lombrosiano» a tiempo completo, pero confieso que el criminólogo y médico italiano siempre ha despertado mi curiosidad intelectual. Su nombre real fue Ezechia Marco Lombroso, pero ha sido su seudónimo, Cesare Lombroso, quien lo acompaña en la inmortalidad. Y digo inmortalidad porque su búsqueda de las causas biológicas que empujan a los criminales y facinerosos todavía resulta pertinente. Quizá no sean muchos los que se atrevan a afirmarlo públicamente, sin embargo la cantidad de sus fieles no ha disminuido con el paso del tiempo. Lombroso tenía en cuenta los rasgos físicos de los malhechores: sus ojos y la cuenca de los mismos, mandíbulas, simetrías y asimetrías de su faz, mejillas, etcétera. Como dije, no soy «lombrosiano» a todas horas, sin embargo, de cuando en vez me acecha su figura y me pongo a especular en sombríos territorios. Quizá Lombroso sea un científico eficaz para desenmarañar los bucles de nuestro tiempo. Verbigracia, desde que vi por primera vez el rostro de José Luis Ábalos, mi desconfianza hacia él fue acrecentándose. Con Koldo García, me pasó lo mismo muchos años después. Lo mismo podría decir de Luis Bárcenas o Rodrigo Rato. Algo guardaba su mirada, su semblante, que me producía sudores y pavores. Quizá no sea Lombroso, sino la intuición la que marca mis percepciones. En todo caso, no sé si gracias a la intuición o a Lombroso, muchos de mis amigos acuden a mí para que me pronuncie sobre este o aquel individuo, sea simplemente conocido, popular, famoso o ermitaño. Suelo acertar.
Entre mis clarividencias (por no decir evidencias) sitúo en rango principal a Óscar Puente, ministro de Transportes. En todo momento he opinado lo mismo: con él todo puede ir a peor. Analizando su trayectoria como ministro, nadie podrá quitarme la razón. Sin embargo, si nos detenemos en su comportamiento en las redes sociales, la opinión anterior se queda corta. Piensas en Óscar Puente, escribiendo móvil en mano, y te subyuga la imaginación de su propio semblante: feroz, arrebatado, brusco.
Si Cervantes estuviese con nosotros (él, que vivió una época más tolerante literariamente que la actual) escribiría su particular Rinconete y Cortadillo, una de las novelas más divertidas y didácticas que conozco. Antes de granujas, Rinconete vendía bulas (bulas, no bulos) y Cortadillo quería ser sastre, pero acabaron en Sevilla como cofrades de una camarilla de pícaros. No son mala gente. En ambos habita cierta honorabilidad y sentido común. También un sólido instinto de supervivencia. A nuestro tren, a pesar de Óscar Puente, le sucede lo mismo: sobrevive. Rinconete o Cortadillo no lo harían peor que él. Los trenes llegan tarde, se detienen, se vuelven a detener, y tienen a media España enojada. Será así, dijo Puente, en los próximos tres años. Ruego, pues, que Rinconete se encargue de nuestra red ferroviaria. Yo, emulando a Lombroso, sé que el rostro de Puente no puede traernos nada bueno.