La espinosa situación del fiscal general
OPINIÓN
La idea de evitar la concentración del poder del Estado mediante una distribución equilibrada entre los diferentes órganos de gobierno tiene antecedentes remotos, pues las primeras ideas que apuntaban a la conveniencia de la división de poderes nos transportan a la Antigua Grecia, de la mano de Aristóteles.
A partir de ese germen primigenio se gestó y apuntaló uno de los baluartes fundamentales de la democracia actual, acogida como un óptimo sistema de gobierno por la mayoría de los países de nuestro entorno.
Lamentablemente, en los últimos años, el Estado social y democrático de derecho que conocemos, y que con tanto esfuerzo habíamos instaurado en nuestro país tras años de dudosa imparcialidad, se ha visto zarandeado y vapuleado por aquellos que han hecho de la ambición de poder su seña de identidad; pues, haciendo propias las palabras de John Locke (Reino Unido, 1632), «pudiera ser tentación harto grande para la humana fragilidad y para las personas que tienen el poder de hacer las leyes tener en su mano el poder de ejecutarlas, con lo cual pudieran ellas eximirse en su obediencia y sentirse inclinados, ya al hacerlas, ya al cumplirlas, a su propia ventaja».
La implicación del fiscal general del Estado en la tarea de Gobierno alcanza los límites establecidos en el artículo 124 de la Constitución: defensa de la legalidad, derechos de los ciudadanos, interés público tutelado por la ley y velar por la independencia de los tribunales.
Como máximo dirigente, jefe superior de los fiscales y promotor de la acción de la justicia, la posición procesal en la que se halla, tras la resolución del magistrado del Tribunal Supremo acordando la apertura de juicio oral por su presunta responsabilidad en la comisión de un delito de revelación de secretos, sume en el más absoluto desasosiego a la propia institución a la que representa. Y por ende, a todos los operadores jurídicos.
Como no puede ser de otra forma, el principio de presunción de inocencia ha de prevalecer ante todo, por ello es un derecho fundamental de todo individuo, al igual que lo es la tutela judicial efectiva recogida en el artículo 24 de la Constitución, y en esos términos y no otros ha de proceder a su defensa, sin olvidar la comprometida posición del particular representante del ministerio fiscal en juicio, ante este insólito supuesto en el que pervive la dependencia jerárquica legalmente orientada a la unidad de actuación y sujeta a los principios de legalidad e imparcialidad.
Es por tanto del todo injustificable su permanencia en el puesto, arrastrando por el suelo, cada día que transcurre, la dignidad de la institución que simboliza, dejando huérfanos de ejemplo y honorabilidad a todos aquellos que representa.