
Ayer se produjo la insólita suspensión de la última etapa de la convulsa Vuelta a España. Se veía venir. Y sucedió. Desde la etapa de Bilbao la bola se ha ido agrandando, hasta el punto de que se esperaba la guinda en el colofón a la gran ronda española. Y, efectivamente, el escándalo fue enorme.
El mundo entero ha podido ver las imágenes de la policía cargando contra los manifestantes que invadían el espacio para los corredores y la organización del evento. Las fuerzas de seguridad intentaron evitar que la violencia se descontrolara, pero en varias ocasiones tuvieron que hacer uso de las porras y de las pelotas de goma. Y allí estaban gritándoles, fuera de sí, la eurodiputada y exministra Irene Montero, junto a su compañera Ione Belarra. Una prueba —al margen de la consideración que haga cada cual del genocidio de Gaza— de la evidente politización que han tenido estas movilizaciones.
Y dentro de la politización está la inaudita postura del presidente del Gobierno, que lejos de priorizar un discurso contra la violencia, destacó la admiración que profesa hacia los manifestantes. Sánchez está utilizando la matanza que Israel está perpetrando en Gaza como un gancho electoral y una oportunidad de arañar votos a la izquierda de su partido y mantener a sus votantes de siempre. Pero no deja de sorprender su consideración de cuasi héroes a quienes ayer propiciaron la suspensión de un gran evento deportivo, que es una de las pruebas ciclistas más importantes del mundo. No se trata de que, como presidente, no pueda decidir que este país se signifique como la punta de lanza contra Israel. Claro que puede hacerlo. Pero lo insólito de verdad es que alguien de su jerarquía aplauda de una u otra forma la violencia que ayer pudimos ver televisada por las calles de la capital de España.
Simpatizar con los palestinos y su tragedia no es lo mismo que jalear a la multitud que tira las vallas y otros objetos contra la policía. Eso no es lo que hace un presidente del Gobierno cabal y sereno.
Lo de ayer en Madrid no fue una heroicidad de nadie. Solo la certeza de que en España se están perdiendo los valores, cuando no los papeles. Y dicho lo cual, hay que repetir, una vez más, que Israel no debe competir en ningún torneo deportivo o cultural dentro del mundo civilizado. Ese mundo en el que no se aniquila a un pueblo.