Psicodelia y salud mental

Javier Cudeiro Mazaira CATEDRÁTICO DE FISIOLOGÍA DE LA UDC. DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTIMULACIÓN CEREBRAL DE GALICIA

OPINIÓN

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22 sep 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Estamos en Suiza, año 1943. El doctor Albert Hofmann sale de su laboratorio en la farmacéutica Sandoz y, como cada día, se sube a su bicicleta rumbo a casa. Lo que no sabía era que ese trayecto se convertiría en uno de los viajes más famosos de la historia de la ciencia. Minutos antes había probado una sustancia que acababa de sintetizar en el laboratorio. En teoría, era para investigar posibles aplicaciones médicas; en la práctica, abrió la puerta a un universo inesperado. Se llamaba dietilamida del ácido lisérgico, aunque seguramente la conocen mejor por sus siglas: LSD.

Aquel viaje en bici dio inicio a toda una época marcada por los psicodélicos: sustancias capaces de alterar la percepción, teñir la realidad de colores imposibles y dejar huella en el arte, la literatura y la música. Basta pensar en los Beatles o en Pink Floyd para entender su influencia cultural. Pero también, con el tiempo, surgió otra vertiente: su posible uso terapéutico en salud mental. Los protocolos experimentales y los métodos de análisis de la conducta y de la actividad cerebral eran muy precarios, y la investigación en ese campo, con algunas excepciones, se abandonó.

Claro que la historia de los psicodélicos no empieza con Hofmann. Miles de años antes, en la selva amazónica, un chamán de la tribu Puyanawa dirigía ceremonias con cánticos, música tribal y un brebaje llamado ayahuasca. Aquella poción vegetal contenía DMT (dimetiltriptamina), una molécula psicodélica que nos regala la botánica del Amazonas y que también está presente en algunos animales. El objetivo: conectar con los ancestros y abrir la percepción espiritual. Y no era un caso aislado: en muchas culturas del mundo, desde tiempos inmemoriales, se han utilizado hongos o plantas con propiedades visionarias en rituales comunitarios.

Lo importante de toda esta historia, que reúne lo anecdótico con lo profundamente cultural, es que los psicodélicos han tenido un renacer en la medicina reciente. Tanto los compuestos naturales —como la psilocibina de las setas y el DMT de la ayahuasca— como los derivados sintéticos —el MDMA (éxtasis) y la ketamina, un anestésico— han sido (y son) motivo de estudios muy bien elaborados y controlados para comprobar sus efectos en el tratamiento de enfermedades psiquiátricas como la depresión resistente, las tendencias suicidas, el estrés postraumático o el duelo prolongado. Los resultados, muchos de ellos publicados en revistas de gran prestigio, son muy prometedores; tanto, que un derivado de la ketamina, la esketamina, fue aprobado por las distintas agencias reguladoras para el tratamiento de la depresión resistente. La propia ketamina también se utiliza, con los permisos necesarios, para tratar patologías neurológicas y psiquiátricas, a menudo apoyada en la psicoterapia. Y aunque el mundo científico tiene opiniones dispares —como siempre ocurre y como motor necesario para la investigación—, ha reverdecido el estudio de la fenomenología, es decir, prestar atención a las experiencias psicodélicas como herramienta de psicoterapia y como elemento importante en el proceso terapéutico, más allá de los efectos que estas sustancias tienen sobre las redes neuronales y la plasticidad cerebral, con la remodelación de esas redes y la aparición de contactos nuevos entre las neuronas.

Parece que prestar atención a la naturaleza puede ser un camino muy productivo para catapultar la investigación científica y mejorar la vida de las personas, además, por supuesto, de cuidar nuestro entorno, y que las sustancias psicodélicas abren posibilidades interesantes para mejorar los problemas de salud mental. Y sí, seguramente Hofmann estaría encantado de ver hasta dónde ha llegado aquel viaje en bicicleta.