Un gato pescador anda suelto

Javier Guitián
Javier guitián EN OCASIONES VEO GRELOS

OPINIÓN

Europa Press | EUROPAPRESS

29 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque no se lo crean, en los pueblos nos fijamos en todo, no solo en las cosas importantes.

—¿Quién es el de esa que está con el perro?

—Debe de ser turista, responde alguien.

—¿Y esos que están comiendo? —Son de Ferrol, amigos de Roberto.

—Hoy cerró la panadería antes de tiempo. ¿Hay alguien enfermo?

—No.

Y así pasamos el tiempo. Créanme, no es nada malo y nos ayuda a habla. Pero en los pueblos también ocurren sucesos extraordinarios y hoy les contaré uno. El protagonista es un gato, blanco y esbelto, que hasta la caída del sol se pasea por el pueblo con andares elegantes y ganas de comer. Ese gato está por ahí todo el día.

— ¿De quién es?

—Es Coco, el gato de Manolo.

El coprotagonista de la historia es un vecino y amigo, al que llamaré José para preservar su anonimato, aficionado a la pesca y al que los calamares ya tratan de tú. Alguna vez he oído un diálogo entre cefalópodos en el que se preguntan entre ellos:

—¿Quién es el que viene?

—Si es Ramón largaos, si es José no os fieis, tiene días.

La historia es que José regresaba de pescar mientras la peña local, con quienes se sentó, tomaba el aperitivo en la plaza. Repentinamente, se levantó corriendo de la mesa hacia donde había dejado la bolsa con un pulpo y tras varios juramentos levantó el hermoso ejemplar con uno de los ocho brazos desaparecidos. Coco abandonaba la zona orgulloso de la mutilación.

«El maldito gato. Se comió un trozo», exclamó entre risas, mientras todo el mundo le aconsejaba que no dejara la bolsa de la pesca alejada de la terraza; él insistía en que lo hacía porque la carnaza que usaba de cebo olía mal. El «gato pescador» volvió al cabo de un rato para terminar la faena, pero su regreso ya fue en vano.

Como en los pueblos casi nada cambia, al día siguiente todo el mundo estaba sentado en la misma terraza y José llegó de pescar, pero esta vez con un calamar de más de un kilo. El buen hombre lo dejó en una bolsa a la entrada del muelle y se sentó con los colegas a tomar una Estrella. Mientras, yo leía en una mesa el periódico.

Al cabo de unos minutos el bueno del hombre salió de nuevo disparado hacia el lugar del delito: Coco se había comido el tercio inferior de aquel precioso cefalópodo. Todo el mundo se reía, incluido él, mientras le sugerían que al día siguiente trajera una xibia o unos chocos para que el gato variara la dieta, si no «habrá que hacerle unos análisis en el centro de salud».

Al día siguiente José llegó en coche y dejó la ventanilla delantera semiabierta, Coco lo reconoció y no sé de qué extraña forma consiguió entrar, pero esa es otra historia. Ya lo ven, así pasamos el tiempo en los pueblos, José y Ramón capturando calamares, Coco intentando robárselos y yo leyendo La Voz en la terraza.

Si lo piensan, no está tan mal: hay quienes nunca han visto un calamar vivo, una xibia cruda o creen que la liberna lleva pilas.

—Por cierto, ¿quiénes son los de aquella mesa?

—Son turistas, vaya pintas.