Presentaba estos días en Compostela, en casa, la pianista Isabel Dobarro su premiado Kaleidoscope, su particular búsqueda de imágenes o formas bellas (de kalós —bello—, eîdos —imagen— y skopéo —observar—). Al tiempo, el miembro procedente de Países Bajos del Tribunal de Cuentas Europeo, Stef Blok, difundía a los medios esa búsqueda de la «forma europea» en la transición de la gestión de los residuos locales —un 27 % del total de residuos generados en la UE— hacia una economía circular, bajo la forma de informe del Tribunal de Cuentas Europeo.
Desde el año 1975, la política de residuos de la UE transitó desde un enfoque centrado en los vertederos a la incineración, la valorización y, en la actualidad, a la preparación para la reutilización y el reciclaje, invirtiendo de este modo las prioridades de la gestión de la jerarquía de residuos con un objetivo último: fomentar la economía circular, la sostenibilidad —económica, pero también social y ambiental— y, en última instancia, desvincular el PIB y la generación de residuos, a través de principios como el de la recuperación total de costes y «quien contamina, paga».
El Tribunal de Cuentas Europeo pone cifras a la «acrasia» reinante en el mundo de la gestión de los residuos locales, buenas directivas con sus instrumentos económicos obligatorios en torno a los impuestos sobre vertidos, la incineración o el principio de pago por generación y concesiones en las metodologías de cálculo para facilitar objetivos, porque de momento los instrumentos con «dientes», como las multas recibidas por Italia por la gestión en Nápoles y otras ciudades de Campania, están en la intemperie —por poco tiempo, parece—. El diagnóstico señala el terreno próximo, junto con otros diecisiete Estados miembros, como en riesgo de incumplir los compromisos de preparación para reutilización y reciclaje en el 2025 o en necesidad de avances significativos para llegar al límite del 10 % de depósito en vertedero en el 2035. Y los riesgos que vienen. Por ejemplo, en relación con la penalización de aquellos modelos basados en la incineración y su incremento significativo de costes previsto ya para el 2028, de incluirse en el régimen de comercio de derechos de emisión.
La receta parece clara: no es necesario gestionar los recursos que no se generan y debe destacarse el rol de las infraestructuras de clasificación y tratamiento de los residuos, los instrumentos económicos eficaces para orientar la actuación individual y la relevancia del compromiso y participación de la ciudadanía en la separación de los residuos en origen. Y para esto, hacer legibles los costes de prestación de los servicios es un elemento central. Porque, a la postre, si no los costes serán otros, y no solo de adaptación y sostenibilidad para las generaciones futuras, sino más próximos: 42 expedientes de infracción de la Comisión Europea contra 23 Estados miembros por incumplimientos en la transposición de las directivas y 56 procedimientos por mala aplicación. Por no hablar de la financiación europea de la cohesión: el porcentaje de fondos europeos destinados a los niveles inferiores de la jerarquía de residuos (depósito en vertedero o incineración) pasó del 40 % en el período 2014-2020 al 20 % en 2021-2027, mientras que los niveles superiores (prevención, reutilización y reciclaje) pasan del 59 % al 80 %. En Portugal, el cambio es más drástico, del 46 % al 0 % y del 54 % al 100 %, respectivamente. Decía el canciller Mertz hace unos días que «aunque mañana Alemania fuera climáticamente neutra, no se produciría ni una sola catástrofe natural menos en el mundo». No parece que esta sea la «forma europea» en la gestión de los residuos y de producción de lo común para no acrecentar la sensación de impunidad.