Quizá sea el momento de cuidarnos y así apoyar a los pequeños empresarios ourensanos

María Doallo
Desde el 2019 soy redactora en la sección de Sociedad y Cultura de La Voz de Galicia. Experta en dar noticias buenas (y bonitas). Cuento la historia de personas valientes que hacen cosas

Cuando era niña tenía miedo a montar en ascensor. No me daba tanto miedo quedarme encerrada como que el aparato se cayese a plomo estando yo dentro. Le pasó a mi amiga Belén Vaamonde. Tendría unos seis años e iba con su hermano mayor, Javi, y la chica que los cuidaba. El aparato se paró y luego se cayó un par de pisos hasta topar con el suelo a lo bestia. Salieron ilesos y acojonados, claro. Ella lo llevó genial, como todo, porque si alguien sabe de actitud y de entusiasmo, de sobreponerse y de ver siempre la cara amable y divertida de la vida, esa es mi amiga Belén. Pero fíjate que a mí me hizo mella. Mis padres nunca le dieron la menor importancia a mi pánico, supongo que esperaban que tal y como había venido, se fuese. O en el fondo sabían que yo me las apañaría para redimirlo -sin duda, no se me da tan bien como creen-. Tras muchas escaleras arriba y abajo, se me ocurrió que había una forma para sentirme segura en el ascensor: ganándome su confianza. Así que, elocuente y gilipollas como de costumbre, empecé a hablarle. Me metía temblorosa en ese pequeño cubículo y le contaba cosas. Qué tal me había ido en el cole, qué deberes traía, lo guapo que me parecía tal chico... No sé cómo, imagino que porque no estaba loca del todo, la situación empezó a resultarme tan cómica que el miedo se desvaneció. Cambié la inseguridad por la risa floja y funcionó. Os cuento esto porque vamos por el octavo día del diario, por ende de restricciones que atañen a nuestra vida social, y en mi caso, que las estoy cumpliendo a rajatabla, empiezo a plantearme volver a hablar con el ascensor. Como sigo sin haber llegado a ese punto de locura, os cuento a vosotros mi vida y santas pascuas -al menos por ahora-.

Contrarrestando un poco el afán de protagonismo que traigo, os voy a hablar de las listas de cosas pendientes. Un compartimento estanco que todos tenemos en la cabeza en el que se van acumulando las cosas que deberíamos hacer y no hacemos por falta de tiempo, o por falta de ganas. Si tú formas parte del segundo grupo, entonces solo puedo felicitarte por tener esa capacidad y decirte que es muy probable que nunca te dé un ictus. Si eres de los primeros, estarás de acuerdo conmigo en que parece que este cierre de la ciudad ha sido la excusa perfecta para ponernos al día. El martes, después del puente, los contenedores rebosaban de cajas, envoltorios y bolsas de basura con ropa. Señal inequívoca del tan detestado cambio de armario y de un acondicionamiento veloz de cara a lo que podría convertirse en un nuevo confinamiento. Bien hecho. Otros hemos optado por las revisiones. A mí me ha tocado repaso del láser -no sé en qué momento llegamos a este nivel de confianza- y dentista. En uno tuve que esperar una semana para encontrar cita a mediodía y en el otro todavía no fui capaz de fijar el día y la hora. No creo que en ningún sitio estén boyantes de clientes en un momento como el actual, pero me anima pensar que estamos invirtiendo ese tiempo que nos queda libre de amigos, familia y vida en común, para mimarnos y cuidarnos yendo al fisio, a hacernos un tratamiento facial, a revisarnos la vista, a pasar la consulta anual con el ginecólogo o a arreglaros la barba. Porque de esta forma estamos cuidando a su vez a autónomos y profesionales ourensanos. Estamos apoyando a nuestros vecinos e impidiendo que su ascensor se estampe en la caída. Así que si algo he aprendido hoy es que indudablemente juntos somos más fuertes.