Así nacieron los bocadillos de calamares del Tobaris, en Ourense, que costaban tres pesetas

María Doallo Freire
María Doallo OURENSE

TOÉN

Maruja, en los ochenta, en La Barra
Maruja, en los ochenta, en La Barra Cedida

Maruja Iglesias, de 92 años, y su hijo Pepucho repasan la historia del bar La Barra

13 abr 2023 . Actualizado a las 10:55 h.

Maruja Iglesias nació en la aldea de Moreiras (Toén) en 1930. Cumple pronto los 93 años y ya le queda menos energía que cuando era joven, pero dice que antes no paraba. Tenía seis cuando un chico del pueblo, jugando a indios y vaqueros con amigos, le quitó un ojo. Así, literalmente. «Estábamos tres niñas. Dispararon una ballena de un paraguas y me dieron a mí. Yo las cogía todas», dice, resignada. Eso no la limitó en absoluto. «A mis padres les daba miedo que me pasara algo en el otro ojo porque yo no paraba quieta. Era muy pacífica pero muy trabajadora. Iba a la finca y estaba enzarzada en todas partes», explica. Por eso su padre, que era músico y tocaba en la banda municipal, decidió que se mudaban a la ciudad. Cogieron un bar en el número 1 de la calle Moratín. Maruja soplaba entonces 16 velas y empezó en ese momento detrás de la barra a trabajar como la que más. «Ya llevaba años ayudando en casa. Repartía leche por los pueblos. Caminaba durante horas para llevarla de un sitio a otro. Siempre fue una trabajadora incansable», relata uno de sus dos hijos, Pepucho Canal. El caso es que en aquel momento, en 1946, Maruja empezó a dedicarse a la profesión que marcaría su vida. Y es que esta mujer, junto a su marido y sus cuñados, se hizo cargo en el 66 del bar La Barra, en las Galerías Tobaris de Ourense, en el Paseo. «Esos años fueron de muchísimo trabajo. No sabes lo que era en pleno mes de diciembre limpiar a diario dos o tres cajas de calamares en aquella agua fría», recuerda. «Todos los días traían unos bloques de veinte kilos de calamares congelados y en la cocina había un lavadero enorme en el que los lavábamos», recuerda su hijo, que también ayudó en el bar La Barra, antes de aprobar una oposición para Correos. Siempre lo hacían con agua fría. «Mi marido no quería que se limpiasen con caliente porque decía que se ablandaban. Los quería doraditos, brillantes y listos para freír», rememora Maruja. Ese proceso era laborioso y minucioso, pero quizá una de las claves de su éxito y su sabor único. «No había secreto ninguno. Estábamos buenos como para andarnos con esas tonterías con todo el trabajo que teníamos. Siempre bien limpitos, blanquitos como la nieve, y luego rebozados en harina con sal», admite la vecina de Moreiras. «Y muy escurridos de aceite», anota su hijo.

Cuando abrieron daban pulpo, nécoras, ensaladilla, xoubas... pero poco a poco se quedaron solo con su opción estrella. «La mayoría de clientes venían por el calamar», cuenta Maruja. «Fíjate que teníamos una cafetera grande, de bar, y en las horas puntas no podíamos vender café porque no éramos capaces de hacerlo. No nos daba tiempo, así que nada, la gente tenía que combinar su bocadillo de calamares con clarete o con agua», confiesa su hijo. Cuentan que entre semana la mayoría de clientes eran empleados de los comercios de la zona. Sin embargo los domingos era el día de más marcha en Ourense. La calle del Paseo se llenaba de gente, había salas de baile y los cines —el Mary, el Xesteira, el Losada— se ponían a reventar de niños. «Venían ourensanos y vecinos de municipios cercanos y se llevaban la merienda de aquí», aclara Pepucho. «Un día normal se vendían más de 250 bocadillos de calamares, tirando por lo bajo, pero es que el domingo llegábamos a mil», añade. Para ese día de la semana eran un equipo de cinco personas, perfectamente acompasadas para hacer un trabajo en cadena. Por la mañana dejaban todos los calamares bien limpios. A mediodía se ponían a abrir bollos y hacia a las 15.00 horas empezaban a freír y a rellenarlos. Cubrían la barra con bandejas de bocadillos para tener la primera tanda lista y a partir de ahí seguían friendo y haciendo según demanda. Su madre recuerda perfectamente el precio que tenían cuando comenzó a venderlos. «A tres pesetas. Y si era con una cerveza o una Coca-cola, cinco», dice.

«Nunca me esperé que fuese a ser así. A mí la hostelería no me gustaba pero el negocio nos funcionó. Queríamos que nuestros hijos estudiasen», confiesa Maruja, que también admite que ya apenas come calamares. Su hijo sin embargo no se resiste a pedirlos. «Mira que comí bocadillos en mi vida pero me siguen gustando mucho. Eso sí, siempre compruebo que sean buenos y que estén limpios», apunta. Ambos recomiendan el Restaurante Vila, donde trabaja la familia que les cogió el relevo en La Barra en 1990, cuando se jubiló Maruja.

Actualmente viven en Picouto, Ramirás, de donde es natural la mujer de Pepucho. Maruja disfruta de la tranquilidad del campo, aunque no puede evitar ponerse a hacer cosas aquí y allá. Eso sí, que cocinen otros. Casi siempre le toca a Pepucho. «Y lo hace muy bien», termina.

Maruja y Pepucho, en la cocina de su casa
Maruja y Pepucho, en la cocina de su casa Santi M. Amil