La interesante programación teatral que viene realizando en la ciudad Novacaixagalicia, se vio enriquecida con la puesta en escena de La sonrisa etrusca, bajo la dirección de José Carlos Plaza. Decía Andrés Segovia que al finalizar un concierto, en ese momento desearía comenzarlo. Algo parecido debió ocurrirle al protagonista de la obra La sonrisa etrusca puesto que al final de su vida es cuando ésta comenzaba a tener un nuevo valor para vivirla. El final, merecía ser el comienzo. Basada en la novela homónima de José Luis Sampedro, publicada en 1985, fue adaptada para el teatro 25 años más tarde por Juan Pablo Heras y ofrecida a los pontevedreses por Pentación Espectáculos. Su representación hizo que se llenase el auditorio y los elogios de los espectadores fueron generalizados.
La obra narra las vicisitudes de Salvatore Roncone, un veterano campesino calabrés, otrora curtido partisano contra las tropas de ocupación nazi (conocido por el seudónimo de Bruno), que gravemente enfermo de cáncer va a vivir con su hijo en Milán para recibir la debida asistencia médica.
Su carácter liberal y tosco, curtido por los vientos y aromas del sur italiano, de costumbres machistas y de rencillas vecinales, choca con el mundo distinto de la ciudad milanesa, donde su hijo y nuera, junto a su nieto de corta edad, forman una familia burguesa, típicamente urbana. Pero como el demonio sabe más por viejo que por diablo, el ya anciano Salvatore se adapta a las circunstancias y se esfuerza por vivir luchando contra la enfermedad y el medio hostil. Enfoca la vida con otra filosofía, centrando la atención en su nieto Bruno, como él era conocido en otros tiempos, y va produciéndose una transformación positiva, volcando en Brunettino una inmensa ternura, tratando de inculcarle el amor por la vida, esa que a él se le escapa de las manos. Así, el carácter recio del viejo calabrés se torna más dulce y el humor florece en cada escena. La prosa de los diálogos con su nieto en la cuna, se hace más poética. Intenta transmitirle la sabiduría acumulada a través de los años, por medio de unos diálogos enternecedores, sin caer en lo cursi. Dicta lecciones de amor y de vida a esta, su nueva generación.
Teatro del bueno
Por otro lado, su amor crepuscular por Hortensia alcanza límites de sosegada felicidad. Y todo ello cuando «la sonrisa etrusca» representada en esas efigies sobre los sarcófagos funerarios del pueblo etrusco, del que Salvatore-Bruno era un admirador, se vuelve enigmática, esquiva, tornadiza... como la propia vida, dado que, cuando tocaba con sus dedos esa segunda oportunidad, el curso de su existencia, se extingue.
La puesta es escena, no era tarea fácil pero fue muy lograda. Durante las dos horas de función, constantes proyecciones sobre el fondo y laterales del escenario iban dando información de la actividad y vida del joven Bruno: Trincheras, avances, interrogatorios, amores y un largo etcétera; amén de juegos a la intemporalidad: presente y pasado; con aporte de diversos monólogos de voz en off. Teatro del bueno.
En cuanto a la interpretación, el peso de la obra la llevan los veteranos actores: Héctor Alterio (Salvatore-Bruno) y Julieta Serrano (Hortensia: su último amor), ambos a excelente nivel, destacando Alterio quien nos hizo recordar al malogrado Adolfo Marsillach. Sin desmerecer pero con más discreción: Nacho Castro (Renato, el hijo) y Olga Rodríguez (Andrea, la nuera). Completaron el reparto: Israel Frías («Bruno» de joven), Carlos Martínez Abarca (el nazi Cantanotte y enfermero), Cristina Arranz (partisana Dunka) y Sonia Gómez Silva (Simonetta, chica de la limpieza). Repetimos: Teatro del bueno.