El sacristán, Franco y el beso

Elena Larriba García
Elena larriba PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

Vicente se encargó durante años de ayudar al culto en la Peregrina, vestía sotana con roquete y confundió a más de un ilustre visitante

23 mar 2014 . Actualizado a las 14:01 h.

Un político de la época impidió que el Caudillo besara la mano

al sacristán

Un soltero empedernido, que se casó ya mayor en «segundas náuseas»

Empezó en el culto de niño, asistiendo a entierros como hospiciano

Hay historias no escritas, tan reales como la vida misma, que se quedan en el agujero del tiempo y con el paso de los años se prestan a la fabulación o se atribuyen a leyendas urbanas. Y más cuando se refieren a personajes cotidianos de aquella Pontevedra en blanco y negro.

Vicente, el que fue muchos años sacristán del santuario de la Virgen Peregrina, es uno de esos personajes que por esquivo y misterioso a duras penas ha resistido el paso del tiempo. Tanto que es misión casi imposible encontrar una imagen suya, finalmente localizada en el Archivo Gráfico del Museo, que le tiene identificado como tal en una fotografía de grupo.

Fue un niño del Hospicio que no conoció a su madre ni a su padre y que se inició en esto del culto asistiendo desde muy pequeño a los entierros. Y es que hubo un tiempo en esta ciudad, en el que los hospicianos participaban en los cortejos luctuosos, siguiendo a la cruz parroquial y flanqueando en fila de a dos al coche fúnebre con hachas de cera encendidas.

El número de expósitos dependía de la categoría del entierro. Hipólito de Sa contó en Estampas Pontevedresas que en los de mayor fuste se aumentaban las hachas y entonces, además de los hospicianos, asistían al desfile mortuorio los «ancianitos desamparados». Estas asistencias eran un medio de recaudar fondos tanto para la Inclusa -después Hogar Provincial- como para el Asilo.

Don Lino

Cuando Vicente -Domínguez Añel de apellido- era un adolescente se convirtió en monaguillo de la Peregrina y allá por los años cincuenta ascendió a sacristán bajo la protección de Don Lino, Arcipreste de Lérez, rector del santuario y hombre de gran carisma. Su singular asistente, se encarga de abrir y cerrar las puertas de la iglesia, de tocar las campanas, del mantenimiento del templo y de encender y apagar las velas, además de ayudar al culto.

El sacristán no era precisamente un Quasimodo, pero sí malhecho. Igual de joven fue algo más agraciado, aunque ya entrado en años, destacaba por su prominente dentadura. Le gustaba vestir el uniforme talar, con su sotana y roquete o sobrepelliz, con más puntilla aún en los días de fiesta o grandes celebraciones litúrgicas.

Algo tenía este personaje para que el maestro de periodistas, Pedro Antonio Rivas Fontenla, lo rescatara de los «panteones del pasado» para convertirlo en uno de los protagonistas de su pregón de las Fiestas de la Peregrina en 1990.

Para Rivas Fontenla, la anécdota más celebrada de Vicente no tiene nada de fábula. Sucedió en el atrio de la iglesia con motivo de una visita del general Franco a esta ciudad. Aquel día pudo haber sido el único sacristán de España a quien el Generalísimo hubiera besado la mano, si no fuera porque un personaje político de la ciudad advirtió el error que iba a cometer Su Excelencia confundiendo al acólito con un obispo por su rica vestimenta. Así que se interpuso en el paso reverente del Caudillo y de un empujón apartó al sacristán, que nunca llegó a reparar en lo que había ocurrido.

Rivas presenció el episodio desde el desaparecido Café Méndez Núñez, cuando cubría la noticia de aquella visita de Franco. Otros quizás no se percataron y tienen una versión diferente. Fernández Sieira, gran conocedor de la historia reciente de Pontevedra, o José Ángel Fernández-Arruty, durante más de 40 años secretario y presidente de la Cofradía de la Peregrina, atribuyen la anécdota a un gobernador civil recién llegado, que sí llegó a besar la mano a Vicente. Y Arruty cree recordar que quien también saludó al sacristán, al parecer por cortesía y sin mediar error, fue Carmen Polo, la esposa de Franco.

Málaga Virgen

Se podría decir que Vicente no era un dechado de virtudes. Entre los anticlericales incluso hay quien piensa que las cosas de la liturgia le «traían un poco al pairo». Y en su ignorancia o inocencia, a la hora del rezo colectivo al Espíritu Santo Paráclito, le llamaba «paralítico».

Cuentan quienes le trataron que era «muy buena persona» pero cuando se rebotaba resultaba intratable. Una de sus debilidades era la afición a la botella de Málaga Virgen o de vino de Cariñena utilizado para la misa, que después rellenaba con agua para que Don Lino no se diera cuenta. Bien sabía el sacerdote de las andanzas de su sacristán, que por estar un poquito alegre se llevó más de un susto. Como aquella vez en la que casi se le incendia la sotana al encender el incensario para una Sabatina de Exposición del Santísimo.

Vicente fue un soltero empedernido que se unió en matrimonio, siendo ya bastante mayor, con una viuda. Y cuando alguien le preguntaba al respecto, decía que se había casado en «segundas náuseas» porque su pareja ya había conocido otro varón.

Nadie sabe exactamente cuando se produjo su fallecimiento, como el de tantos otros personajes cotidianos sepultados en la memoria de esta ciudad.