La abogada implacable que vestía de Chanel y que agradece haber acabado en la cola de Cáritas

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

Lourdes, con el tapiz que lleva el nombre de la empresa de inserción laboral que comanda, en la que se da trabajo a personas en riesgo de exclusión social.
Lourdes, con el tapiz que lleva el nombre de la empresa de inserción laboral que comanda, en la que se da trabajo a personas en riesgo de exclusión social. LEGRET

Lourdes Bustamante cerró la puerta de su casa en Venezuela y cogió las maletas hacia Pontevedra tras sentir que su vida peligraba. Fue un drama, pero lo convirtió en su gran oportunidad

04 nov 2022 . Actualizado a las 19:44 h.

Lourdes Bustamante Flores nació en 1975 en Venezuela, en la ciudad de Barquisimeto. O no. Porque quizás ahora no es la misma mujer que entonces. Lo dice ella misma. Volvió a nacer, a construirse como persona, en Pontevedra, el lugar al que la empujó la inseguridad de su país en el año 2018. Que tuviese que cerrar la puerta de su casa de repente, tras haber sufrido un secuestro exprés y recibir continuas amenazas por su labor como abogada, parecía un enorme drama. Lo fue, no hay duda. Pero logró darle la vuelta y casi cinco años después, con una sonrisa infinita, dice: «Lo he pasado mal, ha sido duro, me vi pidiendo comida en Cáritas, tuve que echar mi ego a la basura, pero ahora sí soy feliz. Es lo mejor que me pudo pasar en la vida».

Lourdes pertenecía a una familia acomodada de Venezuela con posibilidades para que sus hijos estudiasen una carrera. De hecho, la enviaron a Caracas a cursar Derecho. Pero ella no se acostumbró a la capital. Con la rebeldía de los 18 años volvió a casa, dejando los libros empantanados y decidida a casarse con un hombre mucho mayor que ella. Su madre aceptó, pero les impuso una condición a ambos: que ella volviese a la universidad. Tuvo a su primera hija a los 19 años y, con ella muy pequeña, decidió volver a hincar codos con el Derecho. Se apañó como pudo con la conciliación. Recuerda que compraba ropa o zapatos para revender en la universidad y así ir costeándose los libros. Remató la carrera a los 26 años, se empleó en un bufete y puso fin a su matrimonio, donde no había encajado que ella estudiase. 

Reconoce que las cosas, aparentemente, le fueron muy bien. Abrió su propio despacho y se hizo un nombre como la abogada implacable que era, especializada en el ámbito laboral. Defendía a empresas y su labor, básicamente, «era despedir a la gente». Dice que llevaba puesta una coraza para que no la conmoviesen las historias de las personas a las que dejaba sin empleo: «Yo les decía que no me contasen que tenían tres hijos y les iba a dejar sin alimento, que fuésemos a la norma que habían incumplido y que podíamos ejecutar el despido por las buenas o por las malas... y a veces era por las malas». Era compradora compulsiva, tenía un vestidor con 300 pares de zapatos y las prendas o bolsos de Chanel, Dior o Louis Vuitton viajaban en sus bolsas con una facilidad pasmosa. Su vida, la de una mujer siempre impecable en su aspecto, transcurría entre juicios y despachos, llevaba guardaespaldas y nunca tuvo tiempo para ir a llevar o a recoger al colegio a su hija pequeña, a la que tuvo a los 36 años. «Lo hacían los chóferes», indica sin terminar de creerse que así fuese. 

Recuerda bien cómo la inseguridad empezó a hacer mella en su vida. Estaba amenazada por su labor como letrada y, un día, sufrió un secuestro exprés: «Se metieron en mi carro y me pasearon varias horas amenazándome con un arma. No me hicieron daño, pero el recado estaba dado». Aun así, continuó en Barquisimeto. Dice que estaba demasiado amarrada a aquella vida llena de cosas materiales como para plantearse marchar «aunque tuviese muchísimo miedo».

Pero un día un resorte saltó en su cabeza. No sabe qué ocurrió, pero volvió de un viaje y le dijo a su madre y a su niña pequeña (la menor tenía ocho años y la mayor ya estaba independizada y fuera del país) que tenían que irse a España inmediatamente. «Sentí que algo muy malo me iba a pasar si me quedaba. Fue de repente, cogimos las maletas y cerramos la puerta de casa como si fuésemos a la compra... pero la realidad es que nos íbamos para no volver», indica.  Vinieron las tres Pontevedra, una ciudad que les era familiar porque un hermano de Lourdes ya había viajado hacia aquí, empujado también por el desastre venezolano. Lourdes es clara. Dice que lo primero que se sintió atacado fue su ego: «Te ves en un sitio en el que no eres nadie, no tienes contactos... y encima crees que traes muchos ahorros, pero los consumes a una velocidad tremenda». Pudo hundirse. Pero cree que fue la fe en Dios o en sí misma lo que le hizo ver que aquello «sí o sí tenía que ser una oportunidad»

No sabía por dónde empezar. Se planteó volver a estudiar Derecho, pero necesitaba cinco años de margen y sus ahorros, con su madre y su hija dependiendo de ella, no daban para eso. Así que comenzó a apuntarse a todos los cursos que podía. «Llegué a hacer un curso de pesca. Fíjate que creía que si un día no tenía para comer podría salir al mar a por pescado... La incertidumbre es el peor estado del mundo. Pero poco a poco vas enfocando las cosas. Yo veía oportunidad en todo, así que no dejaba de hacer cursos», indica. Un día, mientras iba de una formación a otra, vio que el dinero ya ni siquiera llegaba para alimentar a su familia en condiciones: «Me fui a Cáritas, conté mi historia y me ayudaron, me dieron comida. Fue una bofetada de realidad tan grande... Yo, que parecía que lo tenía todo, de repente estaba allí pidiendo comida, nunca lo había imaginado. Pero sentía que la vergüenza no se podía imponer, que era una leona con la obligación de defender a su manada, a mi madre y a mi hija».

Dice que la suerte estuvo de su parte cuando, tras ver en el periódico una noticia sobre un curso textil y emocionarse con la posibilidad de aprender a coser, conoció la asociación Boa Vida, que ayuda a personas en riesgo de exclusión social y que daba esa formación. Entró a formar parte de esa gran familia y ahí valoraron todo lo que ella podía hacer. Comenzó como voluntaria y un día le dijeron que podían tener un empleo para ella, encargándose de un almacén de artículos de segunda mano y, posteriormente, de Vivir do Traballo, una empresa de inserción laboral que emplea a personas en situación vulnerable. Lourdes dice que llegar a Boa Vida lo cambió todo: «Empecé a conocer a gente en situaciones desesperadas y me empecé a dar cuenta de que posiblemente le había arruinado la vida a muchas personas a las que despedí sin ni siquiera haberlas escuchado, agarrándome a una norma que para mí era lo único importante, sin ver nada más. Aprendí otra forma de hacer las cosas. Aquí me dijeron que no se despedía a nadie, que se aceptaba a la gente con sus defectos y se trabajaba con ella para arreglar cualquier problema... y vi que era posible arreglar esos problemas. Vaya si es posible... y sin despedir a nadie».

Lleva ya cuatro años en Boa Vida y Vivir do Traballo, comandando un equipo de trece personas, entre trabajadores contratados y voluntarios. Tiene una salario que considera digno, viste ropa de segunda mano sin problema alguno, vive con muchísimo menos dinero que en Venezuela y se reconoce infinitamente más feliz. Dice que todavía está abierto su bufete de abogados en Barquisimeto, con los empleados llevando las riendas, pero señala que ya nada es lo mismo: «He empezado a ser honesta y a decirles que no voy a volver, porque sigo teniendo miedo y porque ahora estoy mucho más vacía por fuera pero mucho más llena por dentro. Este es mi sitio», dice. Señala que ha perdido toda la vinculación emocional con la casa que no vendió, los zapatos de cientos de euros que siguen en su vestidor y los trajes de diseño que no cogieron en las dos maletas que trajo: «La felicidad no era eso, le he dicho a una persona de confianza que si puede venderlos lo haga, porque le ayudará, o que los done», insiste. Luego, sigue a lo suyo, colocando puzles y peluches donados a su tienda solidaria. Abraza a una clienta mayor y la anima a apuntarse a un curso de costura. La mujer le espeta: «Lourdes, aquí no solo nos ayudáis... hacéis magia por la gente». Y Lourdes, a sus 47 años, sonríe con la sonrisa más verdadera que tuvo nunca, pero consciente de que le queda camino por recorrer: «No me cansaré de dar las gracias por esta oportunidad y de pedir perdón, porque antes no lo hacía bien y ni siquiera me daba cuenta de ello».