Ya mi psicólogo me dijo que me buscase una ocupación tras separarme de Rita. Así que me embarqué en la aventura de reformar nuestro nidito de amor para convertirlo en mi pisazo de soltero. ¿Qué necesidad había de contratar a un decorador si yo siempre me he caracterizado por mi buen gusto? Culminada la obra, les ofrecí una fiesta de bienvenida a familiares y amigo recién empezado el verano. Elaboré un menú entre improvisado y tradicional, unas tortillas, un poco de fiambre y unas aceitunas.
— Oye, Juan, perdona que te lo diga, ¿pero el baño no te ha quedado un poco soso? Gris y blanco... Ya sabes que tenemos confianza y que por eso te lo comento
— ¡Qué barbaridad el precio de la reforma! ¡Te han timado! Te lo digo yo que sé de lo que hablo.
— ¿Te has fijado en que las baldas de los armarios ya no están derechas? ¡Ay, Juan! Parece mentira, que seas hijo mío.
Esa noche, cuando me acosté, escuché por enésima vez «Ne me quitte pas», —nos besamos tantas veces Rita y yo escuchándola—. Era la guinda perfecta para culminar el frío en una cama que era demasiado grande y fría. El lunes pediría sesión con un psiquiatra conocido, recomendación que me hicieron también en la fiesta.
José Castro González. A Laracha.