Suena el despertador. Pienso en la posibilidad de estar enferma para no tener que levantarme. Me reviso mentalmente; no me duele nada, no tengo mocos, el tejado no se ha caído debido a un tremendo temporal, mi jefe no me ha regalado un año sabático. Conclusión; tengo que levantarme. Lo visualizo sin moverme. Fuera hará frío. Deberé sincronizar perfectamente todos mis movimientos para alcanzar la bata sin salir del todo del abrazo del edredón. Lo intento. No he encendido la luz. Se me ha olvidado. Con un pie dentro y otro fuera, busco a tientas el interruptor de la lamparita. Lo encuentro y por el camino tiro las gafas al suelo. Ahora ya he salido de la cama y tengo frío. No encuentro la bata. Me tropiezo con una punta de la sábana y acabo de rodillas al lado del perro, que mueve el rabo creyendo que lo estoy saludando. Me incorporo blasfemando en arameo. Encuentro por fin la bata y como de noche me la he quitado con prisa, está del revés. Forcejeo con las mangas para darles la vuelta. Estoy congelada. No lo consigo y me la pongo como está. El cinturón que la cierra queda por dentro. La tengo que sujetar con una mano, mientras me dirijo al vestidor para elegir la ropa que me pondré hoy. Llego y me quedo parada en el centro de la habitación mirando hacia los estantes y las perchas. Nunca, repito, nunca, voy a conseguir un atuendo conjuntado para vestirme esa mañana. Recurro al negro. Es una apuesta segura. Cojo un pantalón ancho y una camisa ajustada. Abro el cajón de la ropa interior. Cojo lo primero que encuentro y además unos calcetines de lunares. Me encamino al cuarto de baño. Se me caen los calcetines y se pierden rodando por debajo de la cama. Valoro la posibilidad de agacharme a buscarlos y la descarto inmediatamente. Vuelvo al cajón del vestidor. Es más fácil. Cojo otro par. Veo un calcetín desparejado y me entran ganas de llorar. ¿Dónde estará su compañero? Vuelvo al baño. Me siento en la taza y pienso en todo lo que tengo que hacer ese día. Tengo tentaciones de volver a la cama y echarme el edredón por encima de la cabeza. Pero abro el grifo de la ducha y me desnudo. Me quito la bata con prisa y sonrío súper contenta al pensar que las mangas, por fin quedan en su sitio. El agua caliente me recibe como un útero materno cotidiano y acogedor. Pienso que el calcetín desparejado habrá rodado también por debajo de la cama. Todo vuelve a su sitio.
Begoña Gil González. 58 anos. Salceda de Caselas.