Recuerdo toda mi vida huyendo de mi cuerpo. Un cuerpo que siempre me resultó ajeno.
Con ocho años me ponía los zapatos de tacón de mi madre. Vestía sus faldas vaporosas y sus blusas con volantes. Me gustaba encerrarme en el cuarto de baño y pintarme los labios y ponerme rímel y colorete. Mi color preferido siempre fue el rosa.
Desfilaba por casa con pose altiva. Al llegar al final del pasillo quedaba unos segundos inmóvil, de perfil, con una mano en la cadera y la mirada dirigida hacia un público imaginario. En ocasiones, mi madre me agarraba de ganchete y desfilaba a mi lado, imitando mis movimientos. Mi padre pasaba a nuestro lado y no decía nada. Parecía que no nos viera, que no me quisiera ver.
Con doce años pasé seis meses sin apenas salir de casa. En el instituto se organizaban fiestas, pero a mí nadie me invitaba. En clase, nadie se sentaba conmigo. En los trabajos en grupo, nadie me elegía. Mis compañeros quedaban en la biblioteca o en casa de alguno de ellos, pero a mí nadie me decía nada. Hacía el trabajo por mi cuenta y lo entregaba. Sin más.
Era culpable y no sabía por qué. Mamá me decía que era especial, pero yo solo quería ser normal. ¿Acaso no lo era?
«Algún día pasearé por la calle sin sentir la mirada acusadora de nadie. Llevaré falda o pantalón. Viviré con quien me quiera. En los restaurantes me apartarán la silla para que me siente», le decía a mi madre. Ella me abrazaba y asentía con una sonrisa compasiva y los ojos brillantes.
Hoy, diez años después, recuerdo todo aquello aún cercano. Estoy desnudo ante el espejo. O quizá debería de decir desnuda. Mi cuerpo es nuevo, pero no me es ajeno. Mi cara, mis pechos, mis caderas, mi vulva. Después de mirarme con angustia tantos años, me gusta lo que veo. Ahora sí. Sin poder reprimirme, me echo a llorar.
Alberto Otero Vilariño. 61 anos. Perillo.