Ya incluso antes de que mi vida se torciera para siempre, no estaba teniendo un buen día. Acababa de ser informado de que habría dificultades por culpa del mal clima de noviembre durante los días siguientes. Como capitán, mi responsabilidad era darle las malas noticias al resto de la tripulación y aguantar las quejas que murmuraban.
¿Acaso creían que a mí me hacía alguna gracia retrasar nuestra llegada? Cuanto más tarde llegáramos a nuestro destino, más tarde podríamos volver a casa. Más tiempo sin ver a mi hijo. Más tiempo hasta poder ser el padre que quería ser.
Tal y como predijo el oficial, el día siguiente nos vimos indefensos en medio de un temporal cerca de la costa de España, mucho peor de lo que las palabras «dificultades meteorológicas» podían describir. Los nervios de la tripulación estaban a flor de piel, y mis intentos de tranquilizarlos se vieron eclipsados por la vía de agua que se abrió al cabo de un rato navegando en semejantes condiciones.
Pedí auxilio y esperé órdenes del armador, ignorando las opiniones inexpertas de las autoridades cuando nos sugirieron por primera vez alejarnos de la costa. Esperé y esperé hasta mi desesperación, hasta que al día siguiente accedieron a remolcarnos y mandé poner rumbo noroeste de nuevo, ingenuamente creyendo que podíamos conseguirlo.
Madrugada del día siguiente. La brecha cuenta ya con 35 metros y se nos deniega la entrada a puerto seguro en España. Los únicos dos que quedábamos a bordo somos rescatados, tan solo para vernos detenidos.
En comisaría, nos fuimos enterando los días siguientes de la catástrofe que nosotros mismos causamos, y no pude evitar pensar en todas las formas en las que había fallado, como capitán y también como padre, sabiendo que tendría que abandonar a Iván por el delito que acababa de cometer a bordo de un buque ahora hundido en el Atlántico. A bordo del Prestige.
Claudia Romero Dorna.15 anos. Miño.