Llevaba casi tres meses de estudio, pero sabía que en cualquier momento se derrumbaría. Todo el primer parcial construido de castillos en el aire si no terminaba de entender de una vez el concepto algebraico del maldito tensor.
No dudaba de que el mejor regalo que podía pedirles era ese insondable secreto. Y hasta pensó en escribirles una carta a los reyes magos. Pero había un inconveniente: el examen era antes de las Navidades.
Ese martes por la tarde, en la escuela de ingeniería, abordó al profesor de matemáticas en mitad de la clase, en un desesperado intento de salvar el trimestre.
—Señor, ¿me puede explicar qué es un tensor y que yo lo entienda? —dijo con la voz tomada, agotando el último soplo de aliento.
El profesor, concentrado en la pizarra, se giró displicente, frunció el ceño y oteó en la última fila del aula al alumno con cara de desahuciado:
—¿Un tensor? —dijo el sabelotodo acompasando con una sonrisa el preludio de su implacable sentencia—, querido amigo, un tensor es un ente intrínseco del cual una serie de números son un reflejo pálido.
El desterrado alumno, incrédulo, observó por delante al resto de los estudiantes girar la cabeza al unísono.
La prole de avenidos eruditos le devolvió inclementes bofetadas de jolgorio, sin piedad. Desolado, desvió la mirada al costado buscando el recurso del consuelo. En el exilio de la última fila sus mágicos compañeros del pasado se plegaban desautorizados o se prejubilaban sin dejar presente.
—Bueno, continuamos después de esta desagradable interrupción de los que se han quedado atrás. —dijo el profesor.
Él ya no pensó en nada más. Sacó el papel que tenía preparado para la carta y deslizó un solo renglón: «A aquellos Magos: gracias por el entendimiento del pasado y quisiera que me trajeseis entender también el presente.»
Introdujo el deseo en un sobre sin franqueo ni dirección, y lo guardó en el bolsillo de la camisa, del lado del corazón.
Alberto J. Pazos Díaz-Blanco. 59 anos. Australia