El Ayuntamiento había estipulado que todos los vecinos —los últimos jueves de mes por la noche— podíamos dejar en la calle los trastos viejos e inservibles que quisiéramos olvidar o, simplemente, deshacernos de ellos. Los más pequeños se habían de depositar en el interior de un contenedor verde de grandes dimensiones y los de mayor tamaño junto a ese cubo enorme de plástico.
Una noche oscura como boca de lobo, yo volvía de una cena de aquellas que se alargan hasta las tantas y que, a pesar de haberlo pasado muy bien, estás deseando meterte entre las sábanas de tu cama. Pero al bajar del taxi y pasar por delante del contenedor, me llamó la atención una solitaria silla que había quedado abandonada por alguna razón, una silla de madera que parecía esperarme a mí. Pensé pasar de largo. ¿Para qué quería yo una silla vieja? Pero no podía dejar de mirarla y, como si me dijera «llévame a casa», me detuve y empecé a observarla con detenimiento. No era fea; al contrario, me pareció atractiva. La madera, de formas torneadas, en buen estado; la tapicería —eso sí— muy maltrecha, pero toda ella resultaba sugestiva, atrayente. La cogí con mi brazo por el hueco del respaldo y, como una pareja bien avenida, llegamos hasta el portal, subimos en el ascensor y, sin dejar de mirarla, entramos en casa. Cuanto más la miraba, más me gustaba. Un enamoramiento a primera vista. Lo que sí necesitaba era un cambio del tapizado de flores muy ajadas y una pequeña restauración de la madera. Mi primo Paco se dedicaba a este oficio y él estaría encantado de cambiarle la cara.
Dicho y hecho. Al cabo de tres días, me llamó al móvil y oigo: «¡Somos ricos, prima! ¡Nos ha tocado la lotería!». Me quedé callada. «¿Me oyes? ¿No dices nada?» —¿Pero qué lotería?— «¡Increíble, prima, increíble! ¿Me creerás si te digo que bajo el tapizado deshilachado y mugriento había un fajo de auténticos papeles del Banco de España?». Mi primo y yo, dos personas bien avenidas, nos hemos repartido el contenido de la silla y casi, casi, somos ricos.