Como cada mañana, llamo a la puerta de la habitación.
—Buenos días, ¿cómo estás hoy? ¿Has podido dormir algo?
—No, nada, estoy muy cansada. No me quiero levantar.
—No puede ser, hoy hace un bonito día de verano. El sol está espléndido. No hay gota de viento. Ideal para sentarnos al sol.
Me mira tristemente. —Hoy es mi cumpleaños. Verás, nadie se acordará.
—No importa. Yo te felicito. ¡Feliz cumpleaños, Flora! Flora, nos vamos a poner la ropa nueva; no vaya a ser que venga alguien de visita.
—Vísteme que me levanto.
Después de los aseos de cada mañana (todo muy despacio), Flora cumple 89 años. Salimos a la puerta de casa a mirar este bonito día de verano. Flora vive con uno de sus hijos, nuera y nietos. Su otro hijo mayor vive en la casa de al lado, dos bonitos chalés en el campo. Flora suele caminar con una muleta, pero hoy me pide las dos. Sale de casa y se pasea poco a poco por delante de las dos casas, agotada por la edad, el calor y la soledad. Alarga el paseo, esperando que alguno de sus hijos la vea y la salude. En vano, vuelve a entrar a casa, cansada y apenada. Suena el teléfono.
—Hoy no iremos a comer a casa. Tenemos mucho trabajo. Comed vosotras. En la nevera tienes de todo.
Pasó el día, el bonito día de verano, y llegó la hora de irse a casa. Pronto llegarán. Me despido con una sonrisa como cada día.
—¡Hasta mañana, Flora, que descanses!
—Que che dixen, miña nena? Ninguén se acorda do meu cumpleanos.