Aquella mañana, él despertó apaciblemente. Hipnos, el dios del sueño, le había facilitado uno reparador. En la oscuridad de su dormitorio, permaneció con los ojos cerrados disfrutando de un estado placentero. No tenía prisa por levantarse. Mas, en ese momento, percibió la presencia de alguien a su lado. Tal hecho le extrañó. No recordaba haberse acostado en compañía de persona alguna. A pesar de ello, se mantuvo inmóvil y evitó comprobar la posible presencia de otro ser humano en su lecho. Intentó recordar algún detalle del día anterior que le facilitase obtener la respuesta esclarecedora. Pacientemente, cayó en la meditación que le abrió el sendero que le hizo llegar hasta su amor. Sí, su amor, aquel ser que siempre ha sido capaz de mostrarle la felicidad de vivir y amar sin pedir nada a cambio. Continuamente estaba a su lado, ¿por qué ahora no iba a ser ella? Le agradaba que así fuera. Podría esperar a su despertar para volver a mirarse en sus hermosos ojos, disfrutar de su dulzura, de sus caricias, recorrer su cuerpo para sentir la suavidad de su piel y besar su boca sensual.
Una vez salió del trance en el cual había caído, fue consciente del error de sus pensamientos. A su lado no podía haber ninguna persona, tenía la certeza de que nadie ocuparía aquel lugar. Ella, que lo había apropiado, ya no estaba entre los vivos. Miente. Sí estaba, por lo menos para él.