Acostumbraba a viajar en tren. A medida que se acercaba a la estación, su mente retrocedía en recuerdos que, dolorosos, se resistían a abandonar su mente, quizás conocedores del cambio y transformación que el viaje implicaba.
Por eso a él le gustaba viajar en tren. Ya en el andén, acomodó su pequeña mochila en un banco de hierro y, observando a los futuros viajeros, sintió lo que jamás había sentido hasta ese momento: la pertenencia a una comunidad, a una sociedad de viajeros que, como él, huían de recuerdos que deseaban dejar atrás como estaciones de paso.
Una vez dentro del tren, solía sentarse en sentido contrario a la marcha, sin conocer el destino próximo, teniendo la sensación casi física de abandonar un presente, de anclarlo a un momento preciso, a medida que la maquinaria avanzaba sobre los raíles en un compás de metal y ruido que él sentía como propio.
Caminar hacia atrás, cual cangrejo, le otorgaba el poder de enfrentarse al mundo sin el respeto de darle la cara, sin ofrecerle su cuerpo y su alma, heridos por el combate vital.
En uno de aquellos descansos del ingenio mecánico, observó cómo un adolescente se apeaba del tren para ir al encuentro de una joven que, nerviosa, mordisqueaba sus uñas en su espera. Él, consciente de lo exagerado de su comportamiento, se frena de forma tan apresurada que casi atropella a su acompañante. Ambos se ríen nerviosos mientras el viajero los ve alejarse, sabiendo que en un instante, ellos también formarán parte del olvido.
En el preciso momento en el que el revisor le solicitó su billete, sus recuerdos se habían apeado ya como los viajeros que se apeaban del tren y deseó que su viaje continuase tanto como su vida.