Busqué un lugar en la terraza próximo al jardín. El camarero se acercó y dispuso sobre la mesa una tetera árabe de alpaca, un pequeño azucarero y una taza de porcelana inglesa con hojas de menta. El rigor del desierto se rendía al lento caer de la tarde y el aire se tornaba en un susurro cálido y benigno.
Algunos huéspedes del hotel, seducidos por la bondad del ocaso, ocupaban el tiempo paseando por el palmeral a la espera de que el comedor estuviese dispuesto para sentarse a cenar. Al fondo, el sol agonizaba tiñendo de ocre la meseta de Guiza y la cara poniente de las tres pirámides. Por un rato me entretuve contemplando el interior del salón.
A simple vista, todo el decorado estaba igual que seis años atrás. El amplio espacio flanqueado con sus arcos y columnas de caoba, sus enormes lámparas de geometrías árabes gobernando la estancia, las mesas de marquetería con sus taraceas de colores e inserciones de marfil y hasta los sillones de cuero repujado, algo envejecidos, parecían dispuestos en el mismo lugar que ocupaban entonces.
Sí. Nada parecía haber cambiado. Enmarcadas en una de las paredes, varias fotografías recreaban escenas de algunos ilustres llegados al hotel en su época colonial.
Destacaba en un lateral una de las fotos, en la que un envejecido Winston Churchill sonreía sentado en el orejero inglés del reservado, con el rostro difuminado entre las volutas de su cohíba mientras sostenía en la otra mano un vaso corto con una dosis generosa de Balvenie doce años.
Y llevado por aquella atmósfera de insigne exotismo, quise creer cierto que, tras un crucero por el Nilo, una ya afamada Agatha Christie escribió las últimas anotaciones a su novela sentada en el rincón noble de aquel jardín, y que un animoso Sinatra se dejó acompañar una noche por el mismo piano que habitaba el extremo oeste del salón, donde un hombre de traje blanco interpretaba en aquel momento un clásico de los cincuenta con aires de jazz.
Apuré impaciente un último sorbo de té. Era casi la hora. Desde el claroscuro del jardín, sentí que volaba hasta la terraza el aroma fresco de jazmines y malvales recién regados. Entonces la vi entrar en el salón y columbrar la estancia de esquina a esquina buscándome entre las mesas.
Su mirada se quedó fija un instante al reconocerme y al momento se encaminó hacia mí sonriendo. El tiempo se detuvo y retrocedió seis años. Mientras tanto, al oriente, la noche se cernía sobre el brillo tenue de las luces de El Cairo.