La letanía se repite desde el pasado domingo en el piso en que Adrián y Alejandro fueron asesinados con la barra de un armario.
30 ago 2011 . Actualizado a las 20:33 h.A Javier Estrada Fernández, un joven de 29 años oriundo de Villablino, le cambió la vida el pasado domingo. A las tres y media de la tarde, en el piso que ocupaba en la tercera planta del número 13 de la calle Andrés Antelo, se produjo la trágica escena que conmocionó a Galicia. «No sé por qué lo hice, no sé por qué lo hice», les contó apenas una hora más tarde a los agentes de la Policía Local a los que él mismo avisó de lo que acababa de hacer.
El desenlace era imprevisible para sus vecinos. Pese a que alguna voz contaba en caliente que los malos tratos eran una constante, lo cierto es que Javier había demostrado todo lo contrario. Su relación con María del Mar Longueira, Mar, como la conocían todos sus vecinos y amigos, comenzó hace alrededor de un año.
Ella, de 34 años y madre de tres hijos, con dos relaciones estables anteriores, una de ellas con un final muy tormentoso, vivía con su madre Esther, en un piso de la calle Pérez Quevedo, en la barriada popular de Monte Alto. Trabaja en un conocido restaurante de la ciudad como asistente de cocina mientras saca adelante como puede a sus vástagos.
Dicen que a Javier lo encontró a través de una agencia especializada en relaciones matrimoniales, se vieron y se gustaron. «Apareció un día por el restaurante a buscarla y luego, con algunos altibajos, se mantuvo la relación», relata un antiguo compañero de trabajo, también anonadado ante el fatal desenlace de la relación.
Javier y Mar acordaron irse a vivir juntos dos calles más abajo de la casa familiar de ella. Para Javier tampoco era la primera relación, afincado en la calle Hersa, de Culleredo, desde los años 90, cuando llegó a este municipio dormitorio de la periferia coruñesa desde la aldea de Quindous, en Cervantes, en la montaña lucense.
Allí, a Javier lo recuerdan como un chico muy tímido, introvertido, huidizo. Como a lo largo de toda su trayectoria vital, nadie lo ve capaz de cometer una atrocidad como la de asesinar vilmente a dos niños de apenas diez años.
Eduardo, su padre, fue a buscarse la vida a Villablino, en la cercana cuenca minera leonesa. Con su mujer y sus tres hijos, dos chicos y una chica, regresó a su aldea natal para construir la casa familiar. Fiel a su carácter, el mismo que heredaron sus hijos, se instaló en una parcela alejada del centro del pueblo. Allí creció hasta que a mediados de la década de los 90 se trasladaron a Culleredo, aunque conservaron la casa familiar. De su estancia en Quindous, poco se recuerda. «Todos tomaban medicación. Su hermano mayor también está a tratamiento psiquiátrico», relatan algunos de los paisanos del pueblo. En voz baja, hay quien pregunta si el carácter del padre, autoritario, a la vieja usanza, se habría traducido en algo más violento. No hay pruebas.
Sí recuerdan algunos de esos vecinos que su hermano mayor, con el que guarda un enorme parecido, recibe tratamiento psiquiátrico desde hace muchos años. Lo mismo que Javier y, dicen los conocedores de la familia, también sus propios padres.
LISTO, PERO POCO CONSTANTE
En el colegio, el pequeño Javier destacaba por su capacidad para aprender y su interés por todo lo novedoso. «Pero era un inconstante, por iso lle duraban pouco os traballos», contaba su padre el pasado jueves ante las cámaras de V Televisión.
Nadie en Quindous recuerda a Javier y sus hermanos por nada especial. Algunos dicen que jugaba al balonmano, pero no se mezclaba con el resto de los chicos del pueblo en las actividades propias de los niños. Ni tampoco, al crecer, se incorporó a las pandillas locales para ir a las fiestas.
Ese aislamiento se mantuvo hasta la pasada semana. No era raro ver su coche negro, algo viejo, cruzar por el pueblo. Pero no se paraba a charlar con nadie. A su casa familiar llevó en alguna ocasión a su nueva familia, de la que presumía orgulloso. Quizá porque había encontrado lo que siempre había buscado: cariño.
DEL PLADUR AL PARO
Años antes, en Culleredo, Eduardo se empeñó en llevar a su hijo a un centro de formación profesional para que aprendiera el oficio de escayolista. Y otra vez los mismos comentarios: «Era muy buen chico, ordenado, metódico, disciplinado y, sí, poco hablador, pero nunca tuvo un mal gesto ni una mala palabra. De hecho, nos estaba muy agradecido por haberle enseñado el oficio. Decía que le habíamos abierto las puertas de la vida porque gracias a nosotros había encontrado trabajo. Y venía de vez en cuando a darnos las gracias», cuentan en el centro Pablo Picasso, adonde recuerdan que también era habitual que su padre acudiera para interesarse por los progresos de su vástago.
Fruto de ese cursillo, Javier encontró trabajo como colocador de pladur. Se echó novia, una mujer latinoamericana con la que se fue a vivir a un piso a escasa distancia del que ocupaba su madre con su hermana.
La relación no cuajó y optó por probar una nueva vía de relación. Se fue a una agencia matrimonial y se apuntó. Los dardos de los técnicos del amor lo conectaron con Mar, que también había optado por la misma vía de llegar a la felicidad después de dos fracasos matrimoniales.
Esther, la abuela de los mellizos, nunca vio esa relación con buenos ojos. «Yo arreglo mi vida y mi hija la suya», se limitó a decir, sin querer dar más explicaciones, a pesar de que su roce era diario, ya que era ella quien cuidaba de los mellizos mientras sus padres trabajaban en sus respectivas ocupaciones. Como a la abuela Esther, a Marta, la mejor amiga de Mar, tampoco le daba «buen rollo» la nueva pareja de su compañero de juegos de la infancia, que siempre le desaconsejó el novio. «No era por nada, simplemente desconfiaba de él», contó luego el paño de lágrimas de Mar en estos días tan duros en los que su hijo, Necho, tampoco se ha separado de David, el primogénito de Mar. El motivo de esa desconfianza era instintivo. «Yo trabajaba limpiando unos pisos en la obra de unas viviendas de lujo en Adelaida Muro, donde Javier colocaba el pladur. Siempre estábamos todos de broma y el ambiente era extraordinario. Un día, cuando me enteré de que salía con Mar, le pregunté directamente sobre la relación. Y me lo negó, me dijo que cómo me había enterado y quién me lo había dicho. Luego me rehuía», contó Marta a otros amigos.
Pero Mar y Javier siguieron ajenos a los consejos de los que dudaban de la relación. Y el comportamiento del chico era, dicen los más cercanos, modélico. «Deseaba tener su propia familia. Se volcó con los niños desde el primer día. Jugaba siempre con Adrián y Alejandro, los vestía, los llevaba al cole, los iba a buscar, se preocupaba por sus actividades escolares... Nunca les puso la mano encima ni los maltrató», insisten las mismas fuentes.
Sin embargo, el equilibrio de Javier se fue al traste en las últimas semanas. Dejó de trabajar por la crisis, su última empresa le debía dinero y se refugió en casa. «Estaba moi raro nos últimos días. Cortábanos o teléfono», confesaba luego su padre. El domingo, a las tres y media, se desató la tragedia. Cogió una barra metálica de un armario y golpeó con saña a Adrián y Alejandro. Al primero lo cogió en la cocina. Le abrió la cabeza. «Estaban los sesos todos esparcidos por el suelo», contó luego uno de los agentes a los que el propio autor confeso llamó para que fueran al piso. Al segundo, lo mató con la misma saña en su dormitorio. «No sé por qué lo hice», se limitó a decir Javier. Nadie lo sabe ni tampoco se explica como alguien es capaz de tal cosa.