Un libro hace un recorrido por las relaciones de los dictadores con las mujeres, de las pasiones que levantaba Hitler y la promiscuidad ilimitada de Mussolini a la contención de Franco, el triángulo amoroso de Lenin o la crueldad de Stalin.
06 nov 2011 . Actualizado a las 06:00 h.Cuesta imaginar a aquel hombre de aspecto ridículo y bigotillo como un sex symbol. Pero lo era para miles de alemanas, que le enviaban cartas con declaraciones de amor apasionadas. «Todo ha quedado iluminado por un amor tan grande, el amor por mi Führer, mi dueño, que a veces quisiera morir con su foto frente a mí para no ver nunca más nada que no fuera usted». «Mi amor, mi adorado, mi buen Adolf, te saluda y besa varios miles de veces tu querida y buena Miele».
Son dos muestras de las mujeres seducidas por Hitler «hasta en sus propias carnes», como recoge Diane Ducret en Las mujeres de los dictadores (Aguilar). Es la erótica del poder, la capacidad de seducción que ejercen quienes lo detentan en grado sumo. Mussolini también recibía muchas misivas de admiradoras, pero a diferencia del austríaco entraba en su juego y algunas tenían ocasión de conocerlo más íntimamente en el Palazzo Venezia.
Esas cartas son solo el preámbulo de una obra que cuenta quiénes fueron las mujeres que más influyeron y cómo fueron sus relaciones -generalmente de dominación- con los más despiadados dictadores del siglo XX, Hitler, Mussolini, Stalin o Mao. También hay un capítulo dedicado a Franco, escrito por Eduardo Soto-Trillo. Desde la hiperactividad sexual y las continuas infidelidades del Duce a la contención del Caudillo, que solo tuvo una novia conocida antes de casarse con Carmen Polo.
Mussolini era brutal con las mujeres hasta tal punto que escribió que, al igual que la multitud, estaban hechas para ser violadas. Él lo hizo cuando tenía 17 años. Así lo contó: «La agarré por la escalera. La tumbé en un rincón, detrás de una puerta y la hice mía. Ella se levantó lloriqueando humillada, y me insultó entre lágrimas». Tuvo múltiples amantes, pero cuatro mujeres lo marcaron. Angelica Balabanoff, una revolucionaria comunista que lo dominaba intelectualmente y fue su «pigmaliona», pero que no le atraía carnalmente; la judía Margherita Sarfatti, que creó su mito y lo ayudó de forma crucial en su ascenso al poder, con la que vivió un apasionado romance hasta que la despidió sin pestañear; su segunda esposa, Rachele Guidi, madre de cinco de sus hijos, a la que puso continuamente los cuernos; y Clara Petacci, que lo siguió hasta morir junto al hombre que después de 12 años de relaciones la había querido apartar de su vida.
Lo mismo hizo Eva Braun, que se suicidó junto a Hitler en el búnker de Berlín tras convertirse en su mujer. El hombre que decía estar «casado con Alemania» había tenido una relación estrecha con su joven sobrina Angelika Raubal, que terminó suicidándose. Antes, en 1929, había conocido a Eva, 23 años más joven que él, a la que llamaba «cabeza de chorlito» y a la que mantuvo alejada de la vida política y social hasta el punto de que muchos colaboradores del Führer ignoraban hasta su existencia.
Lenin, LA mujer y LA amante
Lenin estaba más interesado en la revolución que en el sexo femenino. El gran revolucionario rechazaba el amor libre, pero no obstante vivió un menage à trois durante seis años con su esposa Nadia Krupskaia y su amante Inessa Armand, también casada. Ambas se profesaban un gran afecto y a las dos las puso a trabajar para la causa comunista. El escritor Ilia Ehrenburg escribió esta maldad: «Cuando miras a Krupskaia, puedes decir que a Lenin no le gustan las mujeres».
La vida de Stalin se vio marcada por la temprana muerte, a los 27 años, de su mujer, Kato, que «derritió el corazón» del hombre de acero, entonces dedicado a atracar bancos para recaudar fondos para la revolución. «Esta criatura era la única que podía ablandar mi corazón de piedra. Ha muerto y con ella ha muerto cualquier sentimiento de afecto para los seres humanos», dijo premonitoriamente cuando murió. Se sintió desolado, pero no le faltaron las mujeres. Se casó con Nadia, la niña a la que años antes había salvado de morir ahogada y a la que, según algunos, violó antes de la boda. La vida que le dio en el Kremlin fue penosa, pero era la única que se atrevía a denunciar algunas de las injusticias que se estaban produciendo en la Unión Soviética. Estaba tan harta del déspota que en una ocasión le espetó: «Eres un verdugo, eso es lo que eres, atormentas a tu mujer, a tu propio hijo, a todo el pueblo ruso». No pudo más y se acabó suicidando. Su última mujer sería su ama de llaves Valentina Istomina, que le era absolutamente fiel y con quien compartió su vida durante 15 años.
El portugués Antonio Salazar nunca se casó, pero a pesar de la fama de santurrón que difundió su régimen tuvo numerosas amantes. Se ganó a pulso fama de misógino y utilizó políticamente a las mujeres de su círculo íntimo, como la maestra Felismina, que estuvo toda la vida enamorada de él y luego se convirtió en espía e informadora de Estado Novo.
Algunas mujeres de los tiranos también detentaron el poder. Por ejemplo, Elena Petrescu, esposa del sátrapa rumano Nicolae Ceaucescu. Ambos compartieron cinco décadas de dependencia mutua hasta que fueron ejecutados en 1989. Otro caso fue Jian Qing, la cuarta mujer de Mao, que dirigió la Revolución Cultural y fue la persona más poderosa de los últimos años del régimen. Líder de la Banda de los Cuatro, fue detenida al mes de morir su marido y condenada a cadena perpetua.