Varias especies de garzas habitan en los humedales gallegos.
07 dic 2011 . Actualizado a las 18:44 h.La niebla es tan densa que el paisaje parece metido en un vaso de leche. La baja temperatura y la humedad, el silencio apenas roto por el monosilábico reclamo de un invisible mosquitero y la pálida luz que parece llegar a la vez de todas partes sin iluminar nada han ido sumiendo al fotógrafo en un melancólico aburrimiento. A ver si despeja de una vez, se dice, mientras mira la hora en su reloj de pulsera. Todavía es demasiado temprano. La quietud del aire mantiene la empapada vegetación que lo rodea tan inmóvil como en una de sus instantáneas. Entre las ramas del sauce junto al que aguarda sentado en una silla plegable, infinidad de gotitas de rocío han convertido una telaraña en una bonita filigrana que ha retratado hasta cansarse.
Cuando la voz de un mirlo estalla en algún lugar, alarmado quién sabe por qué, se estremece, se cala mejor la gorra de lana y se frota las enguantadas manos. Justo entonces una suave brisa acaricia a la vez sus mejillas y las matas de junco que la niebla difumina pocos metros más adelante. Poco después, hacia el oeste, el sol se revela como un opaco punto de luz. Comienza a despejar. Unos eternos minutos más tarde, las siluetas de las dormidas garzas reales se recortan ya sobre el juncal en que han pasado la noche, en la orilla de enfrente. El fotógrafo levanta su cámara y les hace varias fotos. Uno de los animales estira el cuello, contempla su entorno y se rasca bajo un ala. Como cuando algunos fines de semana permanecemos despiertos en la cama sin decidirnos a levantarnos, aún tarda en dar unos pasos para acercarse a la orilla. Una vez allí, parece mirarse en el espejo de la superficie del agua, para luego, con dos zancadas más, entrar en ella provocando pequeñas olas con sus grandes dedos. Su espigada imagen, reflejada en el agua, ondea levemente. Las fotos son muy resultonas.
Entonces la garza da la impresión de congelarse. Se ha inclinado hacia delante, con el cuello a medio estirar y su fuerte pico apuntando en oblicuo hacia abajo. Permanece tan estática que la superficie se tersa de nuevo alrededor de sus patas, hasta el punto de que va a ser difícil acertar luego en la fotografía qué es ave y qué reflejo. El sol asoma por fin entre jirones de niebla, y todo el paisaje brilla con los reflejos de trillones de gotitas de rocío. El disparador de la cámara trabaja a destajo: clic, clic, clic, clic, clic...
DE MENÚ, TRUCHA
¡Chaflaps! Todo ha sido muy rápido. De hecho, el fotógrafo apenas ha visto nada. La garza tiene una trucha en el pico. Con un rápido y ágil movimiento, la echa al aire, la coge por la cabeza y se la traga entera. Por suerte, ahí están las fotografías para testimoniar tan rápida pesca. Sus compañeras, que habían permanecido indiferentes a su captura de desayuno, alzan ahora sus cuellos, evidentemente inquietas, como ella.
Y, de repente, con un áspero carraspeo, rompen todas juntas a volar. Sus grandes alas grises las llevan aleteando y planeando lejos de allí. El motivo: un madrugador paseante y su perro se han acercado demasiado a la orilla. El fotógrafo se da por satisfecho, se levanta, pliega su silla y estornuda un par de veces seguidas. Quizás se haya enfriado. Pero ha merecido la pena.
En Ribeira se cuenta desde tiempo inmemorial la historia de la desaparición bajo la laguna de Carregal, en el parque natural de Corrubedo, de una antigua ciudad llamada Valverde. Un día, esta ciudad recibió la visita de un rey brujo, quien quedó prendado de la belleza de la hija del rey de Valverde. Cuando pidió la mano de la princesa, su padre lo rechazó, por su relación con la magia negra. Ofendido, envió un hechizo, y al momento comenzó a brotar agua de las casas y las calles, hasta que la ciudad se hundió por completo. El rey de Valverde fue en busca de su enemigo para darle muerte. El brujo, haciendo valer nuevamente su magia, se convirtió en un toro para huir más deprisa, pero en su carrera acabó atrapado en el fondo de la marisma, donde todavía se le escucha mugir algunas noches. El avetoro, una de nuestras garzas más tímidas, emite su reclamo precisamente desde lo más impenetrable de la vegetación. Su voz es muy parecida al mugido de un toro: de ahí su nombre.
Uno de los mejores lugares de Galicia para observar y fotografiar garzas desde cerca es la ría de O Burgo, en el fondo de la bahía de A Coruña. En este lugar las aves se han acostumbrado a la constante presencia de personas en el paseo marítimo y no se muestran tan tímidas como en otros lugares.
A lo largo del año visitan Galicia, a menudo en pequeño número, muchas otras especies de garzas. Dos de ellas tienen en nuestro territorio unas pocas parejas reproductoras. Son el avetorillo común y la garza imperial. A ambos les gustan sobre todo los humedales con abundante vegetación en la que esconderse y desde la que acechar sus presas.
El primero es la más pequeña de nuestras garzas. La imperial, una de las más elegantes. La más impresionante es la garceta grande, de mayor tamaño que la garza real, y totalmente blanca salvo por su poderoso pico amarillo.
Algunos años se ven muy pocas, mientras que otros aparecen un puñado de ejemplares aquí y allá. Su versión en miniatura es la garcilla bueyera, así llamada por su costumbre de seguir al ganado para aprovechar los insectos que levanta a su paso. También aparece por aquí de vez en cuando y en pequeño número el discreto avetoro. El mejor lugar para observarlo es la laguna de A Frouxeira, en Valdoviño. Las menos comunes son la garcilla cangrejera y el martinete.