Un pequeño atasco en la calle de O Hórreo, falta de sitios para aparcar en el Ensanche, los establecimientos abiertos, un poco de música... Cuando hace unos días recorría las calles de Santiago casi pensé que había vuelto la normalidad. No la nueva, sino esa en la que estábamos instalados y algunas veces nos agobiaba por su ritmo frenético. Pero le faltaba el casi. Era solo un espejismo que pronto se esfumó. Y no solo por las mascarillas que mucha gente portaba en la calle. No. Se aprecia en las colas, esas que tanto odiamos y que ahora acatamos con resignación. Porque te sorprende cuando ves a un grupo de jóvenes -o no tan jóvenes- sentados cerca. Porque los parques no suenan como antes. Esa alegría de los niños parece haber quedado confinada en casa, quizás porque muchos aún no se atrevan a pisarlos. Porque ya no nos damos la mano para saludarnos y, hay que decirlo, eso de acercar el codo no es lo mismo. Porque hablamos desde lejos. Además, las vacaciones serán muy diferentes para la mayoría. La ilusión de hacer la maleta se ha truncado para muchos. Los que aún la mantienen, ven como todo se complica, desde menos vuelos hasta la incertidumbre de cómo será la estancia. Porque ya no será posible ir de fiesta en fiesta este verano. Quizás en la casa de la abuela ya no haya la reunión familiar el día del Carmen. Además, ni los fuegos del Apóstol serán iguales, aunque suenen más cerca de casa. En el Obradoiro, el castellano es la lengua mayoritaria de los turistas. A todo esto unir las veces que limpiamos nuestras manos con gel. ¿Será esta «nueva normalidad» un espejismo? Si es así, quiero ver la realidad pronto.