Será cosa de la fatiga pandémica, que viene a ser a este tiempo extraño lo que el síndrome posvacacional al mes de septiembre. Porque ese rictus de que no podemos más lo maquillamos con la mascarilla, que nos uniforma a todos sin sonrisa. Pero para justificar lo de saltar a la mínima o andar todo el día rosmando necesitamos un relato más elaborado, y eso de la fatiga pandémica parece bien tirado, aunque, como todo, de tanto sobarlo va perdiendo aquella eficacia primigenia de salvoconducto para todo. El caso es que no paramos de quejarnos. Y en este país hemos cambiado aquella muletilla rancia del entrenador de fútbol que todo ciudadano llevaba dentro por la figura del epidemiólogo, igualmente venerable y mucho más ajustada a lo que nos preocupa. Porque ese conocimiento que los profanos en la materia hemos adquirido por ciencia infusa nos permite discernir con toda certeza qué laboratorio firma la vacuna que más nos conviene. Así sucede que es posible encontrar a vecinos, colegas, familiares e incluso amigos que no solo diferencian entre las distintas vacunas disponibles, sino que son capaces -algunos muy capaces- de exponer cuál es la mejor con la misma certidumbre con la que eligen la marca de cereales para el desayuno o de ginebra para el combinado. Y quitarles la razón se hace tan complicado como dársela, con la diferencia, crucial, de que lo segundo da menos pereza. Por eso lo más interesante es que el miércoles vuelva a ponerse en marcha el espacio habilitado en el Gaiás para que la inmunidad siga avanzando y que algún día, no muy lejano, podamos cambiar de tema.