No es el sector hostelero mi preferido. Todavía quedan muescas en mi alma como aquellas quejas después de que el primer Xacobeo, el de 1993, fuera un éxito sin parangón: todo le parecía poco y había quien se quejaba del escaso (¡!) apoyo de la Xunta. Ni ayudó a incrementar mi cariño los eternos rifirrafes en la asociación profesional de Santiago.
Eran otros tiempos, de acuerdo, pero aquellos polvos trajeron estos lodos, y la actitud pasiva de los propietarios de los albergues a lo largo de los caminos de Santiago es una buena muestra de ello: haga lo que haga la Administración y las asociaciones no les llega, aunque ellos no se mojan.
No, no es el hostelero mi sector preferido, pero estoy radicalmente de acuerdo con él en que las valoraciones de los clientes en las redes sociales son injusta espada de Damocles sobre sus pescuezos. Informaba de ello este periódico el pasado martes («Si algo falla, ya nos ponen mal todo»).
Por supuesto que los amigos publican reseñas positivas, intoxicando tanto como los mal informados o broncos clientes que se divierten poniendo a caldo un negocio. Porque las redes, esas en las que tanto confía sobre todo la gente joven, está saturadas de bulos, exageraciones y calumnias. Lo que no contienen es información.
La información está en los libros, en las revistas especializadas y en los periódicos serios como este. Y quien escribe va todos los meses, desde hace decenios y de riguroso incógnito (y pagando su factura), a un establecimiento de turismo rural y luego publica una página, razonando y explicando qué entiende que está bien y qué está mal. Porque las redes son el vertedero de las opiniones, pero no todas las opiniones valen lo mismo.