«Juego de tronos», la serie que nos soltó de la mano

PLATA O PLOMO

Unos la siguieron como una religión, otros se ponen medallas por haberla ignorado; este gran artefacto de entrenimiento hizo temblar la tele bajo una premisa, nadie está a salvo

20 may 2019 . Actualizado a las 16:06 h.

En su inicio quedaba claro que esto no era El señor de los anillos ni La princesa prometida. El primer capítulo de Juego de tronos acaba con una escena de sexo entre hermanos que tiran a un niño por la ventana. No es que este universo se divida buenos y malos, en negro y blanco, es que se va imponiendo un gris oscurísimo que siempre anuncia tormenta. Es la Escocia de las series, siempre con las cuatro estaciones a mano.

Existe una facción de puristas del cine que reniegan de la pantalla pequeña porque consideran que la droga de las series son sus personajes, esas queridas muletas que generan adicción psicológica. Esa teoría sostiene que se convierten en los compañeros del alma durante años y que es mucho más complicado y meritorio lograr el hechizo en solo noventa minutos, en un largometraje. Y es cierto que los protagonistas se convierten rostros familiares, en parte de la vida cotidiana, con sus gestos, sus manías, sus frases. Se añoran cuando no están. Son nuestros lazarillos, nos llevan de aquí para allá. Pero si por algo ha hecho historia Juego de tronos es por soltar al espectador de la mano. En el momento en el que le cortan la cabeza a Ned Stark, que se antojaba la brújula moral y argumental de la serie, las reglas de juego saltan por los aires. Búscate la vida, apáñate solo, porque en este patio ya no hay amiguitos. Por si no queda claro con la ejecución del pobre Ned, los creadores deciden perpetrar la mayor masacre que se haya visto en la historia de la televisión con la boda roja (algún mérito tendrá haberle cortado la respiración a millones de personas en todo el mundo en un convite). No hay lazarillo que valga. No confíes en nadie ni para bien ni para mal, porque te traicionará, te conducirá por los más retorcidos caminos y, sobre todo, el día menos pensado morirá. Los personajes, muy suyos. No eran ni de su padre ni de su madre. Nadie estaba a salvo. Perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen. La broma era fácil: «El día menos pensado se cargan a un espectador». ¿Solo uno? Hasta se antojaba un pobre botín para David Benioff y D. B. Weis. Los que seguían las andanzas de los Siete Reinos se quedaron a la intemperie, sin el tejado de ciertas convenciones sobre sus cabezas. Mirando al cielo, pero disfrutando con el viento en la cara. Era una sensación nueva, distinta.

Tiene el mismo mérito haber estado enganchado a Juego de tronos que haber permanecido indiferente ante los desvelos de los habitantes de Poniente y alrededores. Ninguno. Cero. Se entiende que muchos inocentes acaben hartos de tanto alien que se levanta con un pavor (racional) al spoiler, que grita Dracarys a su alrededor cuando se enfada, que se ha pasado mañanas discutiendo si la evolución de Daenerys es de recibo, tardes debatiendo si a Jon Snow le faltan o no unos hervores y noches planteando si Tyrion también es un Targaryen. Tiene que ser frustrante ver cómo se va levantando a tu alrededor una especie de secta. No es su guerra. Pero una cosa es el cansancio y otra atribuirse una especie de superioridad intelectual por ser impermeable ante el torrente de HBO. Esta obra es un grandioso artefacto de entretenimiento. Y esa aspiración no solo es legítima, es una apuesta que no está al alcance de todo el mundo, porque lo fácil es aburrir (la cuestión es la dosis).

Es fácil caer en la tentación de sentirse distinto. Al margen del vulgar mainstream. El individuo que no se deja arrastrar por la masa, por esos gustos vulgares y compartidos (o más bien vulgares por compartidos). La siempre heroica résistance. Ya se sabe que en la cima de la montaña siempre hay menos espacio que en el valle o en la ladera. Hay una frase que se repite con insistencia en los corrillos reales y virtuales: «Tengo mejores cosas que hacer». Una verdad incuestionable. Pero, por lo visto, no mejores cosas o más urgentes que vanagloriarse en Twitter o en Instagram de haber burlado al rebaño. Efectivamente, si radicalizamos esa frase del «tengo mejores cosas que hacer», nadie podría estar viendo Juego de tronos. Pero tampoco gastaría un minuto en tomar café. O en mirarse al espejo. O en hablar de la serie. Si todo el mundo utilizara el 100 % de su tiempo de forma tan provechosa hace tiempo que estaríamos sacándole todo el partido a la fusión nuclear. No tiene mucho sentido montar una yihad particular contra el fenómeno de HBO y, por ejemplo, elaborar un tratado sobre el córner que acabó de enterrar al Barcelona en Anfield Road. Sobre todo teniendo en cuenta que en la Liga y la Champions siempre hay una próxima temporada.

Los que hemos visto Juego de tronos sabemos que la vida sigue, porque en ningún momento llegó a detenerse durante todos estos años. Hay gente que, mientras ha seguido la trama, ha acabado carreras, ha tenido hijo, ha cambiado de trabajo, ha publicado un estudio científico, ha ganado una Liga, ha presidido juicios, se la ha pegado en Eurovisión... Sí, durante un tiempo tendremos una sensación de vacío, de costumbre rota, de pieza que falta. Como los grandes equipos, deja huella, esas marcas en el calendario de cada cual que no son números, son historias que se solapan con historias.

Sí, es cierto que ese impulso caníbal, de Saturno devorando a sus hijos, amainó en la última temporada. Es como si a los propios creadores les hubiera asaltado un vértigo repentino que antes no sufrían, como si no pudieran saltar sin la red que les ofrecían antes los libros de George R. R. Martin. Alfred Hitchcock decía que una película tiene que empezar arriba y seguir subiendo hasta el final. Difícil cometido. Muchos fans de Lost llegaron a odiar la serie por su desenlace, con sus mil cabos sueltos y su reencuentro sentimental. Parece que ocurre algo parecido con Juego de tronos, con su precipitada despedida, que carece de muchos de los instintos primarios que la hicieron implacable.

Pero gran parte de los que se indignaron con del desenlace de Lost todavía hoy sonríen cuando se les dice: «¿Recuerdas cuándo se iluminó la escotilla de la isla?». Porque hay series que regalan momentos que algunos recordarán toda su vida, más allá del valor estético, del análisis académico de la creación. La canción Las lluvias de Castamere. La copa de vino de Cersei Lannister mientras aplasta a sus enemigos. El barro y la asfixia de la Batalla de los Bastardos. Los ojos de Oberyn Martell. El brindis de lareira de los combatientes antes de la Batalla de Invernalia. Las luces de los dothrakis apagándose en silencio. El fuego sobre Desembarco del Rey. ¿Ha merecido la pena? Sí, aunque no por el trono, por el viaje. Pero todas las series deben morir. La famosa escotilla de luz que nos atrapa como polillas se haya iluminado unas cuantas veces en Juego de tronos. Valar morghulis. Hoy sí.