La guerra toca a su fin y a mí sólo se me ocurre pensar que podía haber acabado un día antes para que José Couso siguiera vivo. O dos, para que también lo estuviera Julio Parrado . O, mejor, que nunca hubiera comenzado. Dice Ana Palacio que no hay muertos de primera y muertos de segunda. Pero la ministra sabe que algunos muertos nos duelen más que otros. Ayer tocaba derribar las estatuas del fatídico Sadam . Hace unos días, en esos mismos escenarios, ardían banderas de Estados Unidos. Actos simbólicos cargados de odio. Odio contra el odio. No sé por qué me resulta tan difícil hacerme a la idea de que la jornada de ayer fue un día positivo: decrecerán o finalizarán los bombardeos; también las víctimas; tal vez pueda instalarse en Irak un sistema mejor y tal vez una parte de sus ciudadanos se sientan, efectivamente, más libres. No sé por qué no consigo alegrarme del todo. Tal vez porque no logro olvidarme de que el fin no justifica los medios, o porque me he vuelto un poco más descreída desde que mis playas se inundaron de fuel y mi ordenador, de cadáveres, algunos muy cercanos.Hoy ocupan esta página unos iraquíes que celebran la caída del dictador, que vuelcan su odio acumulado contra la cabeza de Sadam. A golpe de martillo, a golpe de zapatilla (¿eran esas las armas de destrucción masiva?), a golpe de rencor acumulado. Me gustaría mostrar mi deseo de que el de ayer fuera el último día de la última guerra. Pero no voy a ser tan ingenua. Habrá más guerras y habrá más muertos. Hoy empieza el reparto de la reconstrucción, de la factura de las bombas y de los pozos de petróleo. Me gustaría pensar que también empiezan mejores tiempos para el pueblo iraquí, aunque haya sido a costa de tanta sangre y de tantas mentiras. Si este es de verdad su último día, yo no cambio mi mensaje. No a la guerra.