El canadiense complació al público con un recital soberbio, que no cambió una coma de lo ofrecido en toda su gira
18 ago 2009 . Actualizado a las 12:59 h.Leonard Cohen no es Bob Dylan. El canadiense se deja de reinvenciones y de hacer vivir las canciones.
Todo lo contrario, él le ofrece a la gente lo que exactamente quiere, un «grandes éxitos» en el que, pese a alguna variación, los clásicos se reconocen con facilidad. Tampoco es Bruce Springsteen. Mientras este se reserva un tercio de su repertorio para variar de ciudad en ciudad, Cohen no acepta cambios. Su show es exactamente el mismo que se puede ver en cualquier otra cita de la gira. Es más, hasta sus constantes agradecimientos, sus genuflexiones y su modo de presentar los temas seguramente responden a un guión donde todo está totalmente prefijado.
Descartada la sorpresa, solo queda lugar para la emoción. Y, pese a lo mecánico de la actuación, de esa hubo mucha flotando en el auditorio de Castrelos en Vigo el pasado jueves. En cuanto empezó a sonar Dance Me To The End Of Love el idilio fue total. Tocando bajo y suave, cantando ronco y grave, Cohen calló a 20.000 personas y las puso a comer de su mano. Primero, dejando claro que el suyo no era un concierto de palmas y karaoke, por mucho que se intentara en los primeros compases de la canción. Segundo, dejando caer un puñado de canciones que se deshicieron en el aire como polvos de magia.
En el primer tramo del concierto destacó de un modo especial la tensión de Everybody Knows, la fragilidad de In my Secret Life y, sobre todo, Athem en uno de esos momentos que justifican por sí solos el pago de una entrada. Habría muchos más y, aún por encima, para la mayoría con entrada de balde. Tras un descanso de 20 minutos, la banda retornó al escenario y trazó una secuencia memorable. Ahí es nada: Tower Of Song, Suzzanne, Sister Of Mercy y The Partisan seguidas. Luego, poco después, Hallelujah puso a todo el auditorio en pie y Take This Waltz provocó el delirio. El embriagador mano a mano entre el cantante y una de sus coristas agotó la reserva de suspiros y escalofríos.
A partir de ahí ya no había marcha atrás. Cohen sacó todo el partido posible a su peculiar puesta en escena. De rodillas al público, quitándose el sombrero, haciendo el payaso cuando abandonaba el escenario, presentando a los músicos mil y una vez. Todo funcionaba. En un momento dado, quieto y mirando al vacío sin más, logró que todo Castrelos se deshiciera en aplausos. Con un ambiente así, enlazar So Long Marianne y First We Take Manhatan en el primer bis solo puede conllevar el éxito. Y lo logró. En el segundo brilló la angelical revisión del If It Be Your Will a cargo de dos de sus coristas, recogiendo el guante de Antony, que la revisó previamente. Y para el tercero, I Tried To Leave You funcionó a las mil maravillas.
Al final, como hace unos días con Springsteen, se cumplieron las tres horas de actuación. Cambiando músculo por poesía y sudor por contención, Cohen también recordó el contenido de una palabra: grandeza. En medio del entusiasmo general, más de uno se acordó de la responsable indirecta del recital, Kelley Lynch, la ex mánager y amante que lo arruinó y lo devolvió a los escenarios. «Esa mujer es una benefactora de la humanidad», se podía escuchar a un chico a la salida.