Pensábamos que el papa Francisco era un revolucionario porque no lleva zapatos rojos, se monta en el autobús con los cardenales, cuenta chascarrillos como aquella vez que le robó la cruz a un cura muerto y tiene tímidas palabras de aceptación para colectivos marginados por la Iglesia como los homosexuales y los divorciados. Pero resulta que son los anglicanos los que llevan décadas enseñándonos lo que es hacer la revolución dentro de una confesión cristiana: desde hace veinte años permiten que las mujeres sean ordenadas sacerdotes -ahora también obispos-, el celibato es opcional y, aunque la reina Isabel es la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, los principios religiosos no se entrometen en las cuestiones del Estado. Aquí, si Gallardón fuera musulmán, las mujeres acabarían teniendo que llevar velo.