Con el tráfico y el intercambio comercial, Atenas se convierte en la City de su tiempo. Una ciudad cosmopolita. Llega a ser la cuna y la capital del software de su época, pero no quiere o no sabe ser un Estado. Ni anexiona tierras ni subyuga vecinos. No es imperialista. Quiere seguir siendo esa Polis en la que como años más tarde dirá Aristóteles todos los ciudadanos libres se conocen y hablan entre sí. Como muestra valgan dos ejemplos. Solón se queja de que algunos atenienses levanten tapias o vivan sin ser vistos en el fondo de sus casas. Y como un reproche Demóstenes dice de un enemigo que evita la ciudad. No participar en la vida de la Polis era la más grave acusación que se podía hacer a un ateniense.
En Atenas ya no son el rey ni los terratenientes quienes deciden lo que es bueno o malo. Entre otras cosas porque ya no hay rey. Gobierna el Arconte elegido por la Asamblea y controlado por el Areópago. Ese es el contrato: los ciudadanos obedecen al Arconte y este cumple y hace cumplir las leyes. Esas leyes que le han valido a Solón ser incluido entre los Siete Sabios de Grecia. Pero el escita Anacarsis puede decirle en la cara: «las leyes son como las telas que fabrican las arañas. Atrapan a las moscas más pequeñas pero las grandes la rompen y se escapan». Y no le pasa nada. Es la Isonomia y con ella la democracia y la liberad.
Estamos en el siglo de Pericles. La mente de los griegos ya está lista para la abstracción, la dialéctica y la geometría. Una discreta riqueza les permite disponer de tiempo libre. No lo dedican al lujo, la ostentación o a la lectura de unos libros que aún no existen como tales.
Hablan, discuten, razonan. En todo tiempo y lugar: en el ágora, en el gimnasio, en la calle. Y es en ese hablar y ese decir donde la mente humana da el gran salto. Desde la oscura emoción del mito salta a la claridad de la razón. A la Theoria. La cuestión no es baladí. Un hombre quiere y no puede mover una gran piedra. En la conciencia mítica el hombre otorga a la piedra un poder que él no tiene. En la conciencia teórica percibirá que la piedra tiene tamaño y peso. Algo que se puede medir. Las cosas ya no tienen poderes sino propiedades. Ya no meten miedo. Conocer esas propiedades permitirá utilizarlas. Nace la Tecné. Los griegos salen del trance más listos y más prácticos, pero también más valientes. Y desde ahí va a emerger un tipo de saber sin precedentes en ningún otro tiempo o lugar. La mente humana ya no se pregunta cómo son las cosas, sino sobre lo que realmente son. Un saber que esos mismos griegos dieron en llamar filosofía. Al principio la mirada de ese saber se dirige hacia fuera, hacia las cosas, hacia todo el universo. La filosofía se estrena como Cosmología. Pero allá por el siglo V a. C. un hombre sencillo y preguntón, callejero, conversador empedernido, amigo de la gente, nunca dogmático pero siempre seguro de sí mismo le hace dar a esa mirada un giro radical. La indagación salta desde las cosas al interior del ser humano. Sócrates discutiendo con los Sofistas sobre la Areté, la virtud, inaugura la entrada de la razón en decidir lo que es bueno o malo tanto para el hombre como para la ciudad. Pero Sócrates no es un racionalista. Sabe que para que no resulte frívola y disolvente la razón debe de ir acompañada por la piedad y el arraigo en la ciudad. La Ética es un invento de la Polis. De la convivencia en la ciudad. Sabe también que lo que legitima a una conducta moral no es el discurso sino el ejemplo.
El ejemplo de Sócrates. Para nuestra fortuna aún está ahí vivo y coleando en las páginas del Fedón. Anito, Meleto y Licos denuncian a Sócrates. Le acusan de faltar al respeto debido a los dioses y por corromper a la juventud. Piden la pena de muerte. El veredicto lo votan? ¡mil quinientos atenienses! Setecientos ochenta lo hacen a favor de la cicuta y el resto por la absolución. Como alternativa le proponen exiliarse a la Tebaida o pagar una multa. Sócrates rechaza la propuesta: siempre ha defendido que las leyes pueden discutirse, pero deben acatarse. El día señalado reúne a sus discípulos. Ni un momento pierde el humor. A Fedón, por entonces su preferido, le dice sonriendo: «¡que lastima de rizos! Mañana habrás de cortártelos en señal de duelo». Sin que le tiemble el pulso se bebe la cicuta. Nota que las piernas se van debilitando y que el frio va subiendo por su vientre. Sabe que se va a morir. Mira hacia Critón y le dice sus últimas palabras: «Le debemos un gallo a Esculapio. No os olvidéis de pagárselo». Esculapio?Asclepios era el dios de la medicina. El gallo se pagaba en agradecimiento de la salud recuperada. Ese gallo es la última lección y también su última ironía. Con él Sócrates nos recuerda la conveniencia de respetar a los dioses, aunque no creamos en ellos. Una ironía que nos hace verlo casi como posmoderno. La cicuta hace bien su trabajo y Sócrates se muere. Al día siguiente Platón escribe: «Doy gracias a Dios por hacer nacido griego y no bárbaro, hombre y no mujer, libre y no esclavo, pero por encima de todo le agradezco haber nacido en el siglo de Sócrates», el más bello epitafio que jamás un discípulo haya dedicado a su maestro. Fin del viaje. Y algún lector preguntará: todo esto ¿qué tiene que ver con los jetas? Sócrates viene aquí por ser la contrafigura del jeta. Es el antijeta absoluto. Pero los jetas pronto llegaran por la banda de la ética o de la estética no lo sé muy bien. Pero llegarán.
el zaguán del sábado
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