Veinticuatro horas con niños encerrados en casa, y así trece días por delante, o más
SOCIEDAD

Pasar las jornadas en casa con pequeños, trabajando y sin poder salir pone a prueba la paciencia y los nervios de todos
17 mar 2020 . Actualizado a las 20:42 h.Primer día laborable de confinamiento. Desde hoy toca compaginar el cuidado de mis hijos con el teletrabajo. No hay colegio, no hay parque… Solos y encerrados en casa por ese peligroso enemigo llamado coronavirus que lleva días planeando sobre la ciudadanía como un fantasma. Como la situación puede ir para largo, lo mejor es armarse de paciencia y organizarse al máximo. Esto va a ser una carrera de fondo. El plan es mantener en lo posible las rutinas: mientras trabajo conectada al ordenador y al teléfono, los niños podrán hacer deberes para no deshabituarse de la escuela, aunque desde el principio tengo claro que por su edad el juego copará gran parte del día.
El despertador suena a las siete. Tras ducharme, ventilar la casa, preparar la intendencia y desayunar, empiezo la jornada laboral. Faltan diez minutos para las ocho, y, aunque es muy temprano, ese tiempo en el que puedo concentrarme al 100%, revisar y responder correos, consultar páginas web y sobre todo, pensar, saben a gloria. La casa respira silencio, las ideas fluyen y la mente trabaja a pleno rendimiento. Son las nueve, la hora «límite» que había fijado para despertar a los niños mientras dure esta extraña situación, pero duermen tan tranquilos y estoy trabajando tan a gusto que los dejo, y aprovecho para continuar. Todo lo que adelante ahora será bueno, pienso.
Con suerte podré mantener una conversación de trabajo de un minuto: me equivocoEl reloj está a punto de marcar las diez cuando un pequeño despierta. Demanda los abrazos y los besos matinales de mamá, como un día normal, así que hago un alto, merecido y súper placentero a un tiempo. «Pese a todo, vamos bien», sonrío. Poco después aparece en la cocina el otro, tan necesitado del afecto materno como su hermano. Ultimo el desayuno. ¿Y ahora? Hay que echarles un mano…, y a la vez seguir trabajando. Escucho sonar el teléfono del trabajo en plena faena entre calcetines, pantalones, zapatillas… Con suerte, pienso, lograré mantener una conversación de un minuto sin tener que intervenir. Me equivoco: apenas han pasado 30 segundos entre que descuelgo y tengo que cortar de manera abrupta para evitar que uno caiga de cabeza del sofá al que ha trepado cual Jesús Calleja. Mantengo la calma. Los gritos no solucionan nada, hay que razonar. Al menos esa es la teoría.
Tregua con los dibujos
La Patrulla Canina y Peppa Pig conceden otros veinte minutos de tregua, pero Bob Esponja rompe la armonía. Nueva desconexión. Recapacito: es mejor hacer algo relacionado con el cole, así que se sientan en una mesa con cuadernos, lápices y ceras. Una escena idílica, pero imposible en este caso y en otros.
Se emocionan con el ordenador y en una de estas, «plaf», apagan el equipo; parte del trabajo, al gareteLos niños se emocionan con el ordenador, quieren «ayudar» y en una de estas uno, «plaf», apaga el equipo. Parte de los documentos y las sesiones iniciadas se han ido al garete. Intento reír por no llorar. Sé que no lo ha hecho adrede. Solo es un niño y quiere es jugar. Poco a poco irá aprendiendo que no todo en la vida es juego y hay que estar a lo que hay que estar. Aunque en ocasiones como esta, cuando la situación exige estar a todo y es muy complicado estar a nada, parezca imposible.
Las manecillas se aproximan a las doce cuando un abuelo llega para echar un cable salvador y mirar un rato de los pequeños mientras vuelvo a concentrarme al cien por cien en tareas profesionales. Otra abuela salvadora nos ha preparado y enviado la comida: exquisita. La tarde sigue la misma tónica hasta que, bien entrada, una vez que el trabajo está acabado, los cinco sentidos se enfocan de nuevo en los niños. Juegos, dibujos animados y visitas a la ventana suplen de alguna forma el no poder salir. Eso y el pensar que, pese a todo, en A Mariña somos afortunados porque aquí, al abrir la ventana, es fácil ver el mar, el campo o espacios abiertos que llenan de aire los pulmones y de paz la cabeza. ¡Mucho ánimo para quienes viven en ciudades grandes o capitales como Madrid!