Sinéad O'Connor, la artista bipolar marcada por la desgracia

Raúl Romar García
R. Romar LA VOZ

SOCIEDAD

La cantante irlandesa, que alcanzó la fama mundial en los años 90 con éxitos globales como «Nothing compares 2 U», se enfrentó a la iglesia Católica para denunciar los abusos y sufrió el suicidio de su hijo, también con depresión

27 jul 2023 . Actualizado a las 18:20 h.

Tenía una voz limpia, pero desgarradora a la vez. Potente, por encima de los registros, pero frágil al mismo tiempo. Su música emocionaba, aunque dejaba un poso de melancolía. Era el reflejo de la vida contradictoria de la cantante Sinéad O'Connor, que acaba de fallecer en Dublín a los 56 años. Su muerte prematura estaba, en cierto modo, predestinada. Anunciada por un trastorno bipolar que le fue diagnosticado en el 2003, al galope también de episodios depresivos con los que convivió desde niña y de varios intentos de suicidio que marcaron su carácter. Comprometido y con convicciones firmes, por un lado, pero frágil y desequilibrado por otro.

La artista, una de las famosas a nivel mundial en la década de los noventa, había anunciado su retirada definitiva de la industria musical en la primavera de este mismo año. Fue el preludio de lo que cabía esperar. Se despidió con un DVD antológico con actuaciones en directo grabadas a lo largo de sus dos décadas como profesional. Quizá fue su testamento.

Sinéad O' Connor nunca lo tuvo fácil. Ni siquiera cuando alcanzó la fama mundial a finales de los años 80 y principios de los 90 con su álbum debut The Lion and the Cobra (1987), que incluyó éxitos como Mandinka y Troy. Aunque fue su segundo álbum I Do Not Want What I Haven't Got (1990), el que la consagró al estrellato y a la fama global con el tema  Nothing Compares 2 U, una adaptación del original de Prince.

Su vida errática, contradictoria y en un frágil equilibrio fue, en realidad, un tormento que empezó muy pronto. Desde una edad muy temprana sufrió problemas mentales heredados de su madre y que muy probablemente también son de carácter hereditario, porque uno de los cuatro hijos de la cantante, Shane Lunny, se suicidó en enero del pasado año a los 17 años. Su cuadro depresivo se agravó con los abusos sexuales que sufrió de niña. Experimentó la ira de una madre cruel y medio chiflada, pero también la angustia de un siniestro internado religioso al que accedió a los 13 años después de haber sido acogida por la Iglesia católica irlandesa. Allí observó hechos que una chica de su edad nunca debió de haber visto.

Toda esta historia se recoge en el documental de Katrhyn Ferguson Nothing compares, que ofrece una aproximación a la atormentada vida de la cantante irlandesa. Una vida que llegó a su cénit con la música, aunque la industria también le ofreció su lado oscuro. Y tampoco pudo resistir la presión, lo que la llevó a abandonar su carrera en varias ocasiones.

En su época más gloriosa, en la década de los 90, tampoco faltaron alusiones a sus desequilibrios mentales. Quizás exagerados en ese momento, porque a la industria le interesaba vender su imagen alocada y transgresora, fuera de lo establecido. Ella, por el contrario, afirmaba que en ese momento mantenía su cordura y que sus arrebatos obedecían a la firmeza de unas convicciones. Fue una férrea defensora de los derechos humanos, la justicia social, la igualdad de género y de los derechos de los animales.

Sin embargo, la crudeza a la hora de expresar sus opiniones fue la que alimentó también los escándalos y sus múltiples polémicas. Una de las más conocidos, que ha pasado a la historia, fue cuando en 1992, durante la emisión del programa televisivo Saturday Night Live, rompió una una fotografía del papa Juan Pablo II para denunciar los abusos de niños por parte de la Iglesia católica. A raíz de esas declaraciones fue vetada en los medios de comunicación, convirtiéndose, además, en el blanco de numerosas críticas.

Lo cierto es que después pidió disculpas, pero pasaron inadvertidas. No ocurrió lo mismo cuando un cura rebotado la ordenó sacerdotisa católica con el nombre de Madre Bernadette, ni cuando años después, en el 2018, se convirtió al Islam para ser rebautizada como Shuhada Davitt. Sus vaivenes religiosos también fueron notorios.

Fue una cantante magnífica, una artista total, pero con un alma quebrada. Su amargura llegó a su cénit cuando le retiraron la custodia de sus hijos y cuando uno de ellos, Shane Lunny, se suicidó a los 17 años. Era con el que guardaba una relación más espacial. El golpe volvió a romperla. Y su angustia se manifestaba en el mensaje que hizo público tras la muerte de su hijo. «Ha decidido poner fin a su lucha terrenal», escribió para confirmar que se trataba de un suicidio.

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Estos y otros problemas, que nunca la abandonaron, afectaron a su carrera profesional y personal. En el 2015 canceló una gira por problemas mentales, luego sufrió una sobredosis y perdió toda relación con su familia. Dos años después subió a Facebook un vídeo que se viralizó, en el que, desde un motel, aparecía hundida, con la mirada perdida en medio del llanto. En ese momento aseguró que «la enfermedad mental es como las drogas, no importa quién seas. Lo que es peor es el estigma. No importa quien seas».

Pero, pese a todo, se superó a si misma y remontó por enésima vez. Fue así como en el 2020 anunció una nueva gira mundial, hasta que un nuevo revés se cruzó en su camino. Perdió a su pareja. Y volvió a consumir drogas, lo que la llevó de nuevo a un centro de desintoxicación. También se recuperó y en el 2022 presentó un nuevo trabajo, Sean-nos, con el que regresó a sus orígenes con la recuperación de trece baladas de la música tradicional irlandesa. Pero tras la muerte de su hijo, ese mismo año, regresó al infierno.