«Cuéntame cómo pasó», un obituario español

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

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La serie de TVE llega a su fin después de una muy prolífica y longeva trayectoria. Más de dos décadas en los salones del país

01 oct 2023 . Actualizado a las 19:30 h.

Unas vacaciones en Benidorm como intenso sueño lejano. El quizás. El deseo ferviente de, a lo mejor, poder un día ver el mar y, quién sabe, pedir una paella del tamaño de una plaza de toros. Unos toros que nunca faltaban a la hora de la comida. El matador blandía un capote que se presumía colorado. Pero vaya usted a saber, porque las teles de la época solo tenían dos tonos, el de la leche y el del carbón. Julio Iglesias era la repera limonera. Los suspiros de la muchachada eran para Concha Velasco y las carcajadas para Lina Morgan y, a veces, para Landa o Martínez Soria. De repente, se muere un señor y todo cambia —bueno, todo todo no. Julio Iglesias seguía siendo la repera y Concha Velasco aún merecía todos los suspiros de la nación y hasta algunos más después de eso—.

El mundo se voltea como un filete. Como en aquella cancioncilla de «vamos a contar mentiras tralará», donde por el río va la liebre y por el monte la sardina. Los pelos largos ya no son proscritos, el despelote no es ilegal y Europa se da cuenta, casi de rebote, de que al sur de los Pirineos había tierra firme. La indumentaria azulona del falangista con bigotillo se volvió menos frecuente. Inundaban la calle otros uniformes. El de la americana de pana, por ejemplo. Equipación oficial de todo el que estuviera a la izquierda de la socialdemocracia. Desde los modernotes hasta los comunistas flojillos —los que no eran flojillos seguían escondidos en alguna buhardilla, subdividiéndose hasta el infinito y sin darse cuenta de que ya nadie los perseguía por llevar una foto de Ho Chi Min en la cartera—. Para saber que todo esto pasó no hace falta haberlo vivido. Basta con que te lo hayan contado. Que te hayan contado qué pasó y, sobre todo, cómo pasó. 

La serie que llevó a los Alcántara a todos los salones de España se acaba. Lleva tanto tiempo viva que las informaciones sobre la cancelación tienen, inevitablemente, tono de obituario. Es cierto que solo los más incondicionales han seguido capítulo a capítulo las 23 temporadas. Pero no hay paisano que no haya visto, aunque sea de refilón, algún fragmento de esta larguísima historia. 

Adúltero, ludópata, clasista, gruñón, altanero y un poco buena gente

Los primeros capítulos son, para algunos, —y el término algunos se usa aquí de forma descarada para meter con calzador la valoración de uno solo, quien escribe— las más interesantes. Cuando Carlitos era un diablillo que, midiendo poco más de un solitario metro, se peleaba con el mundo mientras trataba de comprenderlo. Merche se daba cuenta poco a poco de que era, por goleada, la inteligente de la casa. Toni pasaba del trotskismo al maoísmo y luego de nuevo al trotskismo y luego al eurocomunismo y, vamos, en definitiva, que se pasaba la serie coleccionando ismos como todo buen universitario con un par de libros en la estantería. Inés se volvía medio hippie al principio y luego hippie del todo. Herminia repetía frases de abuela del estilo de «Ave María purísima» (y otros grandes éxitos) y de vez en cuando le daba a sus nietos una paguilla de contrabando. 

Luego estaba Antonio, que era un caso aparte. Es casi imposible no tener una relación ambigua con él. El espectador lo ha visto siendo adúltero, ludópata, gruñón, altanero y hasta algo clasista. Sin embargo, también lo ha visto con los ojos arrasados en lágrimas ante un recuerdo triste o una desgracia sobrevenida. Hiperventilando ante la sola posibilidad de que alguien a quien quiere sea aplastado por el universo. Besando a sus hijos con la misma pasión con la que, minutos antes, les había gritado improperios rurales («mangarrián» es claramente el mejor). Antonio es un poco como España. Un lío. Un campo de batalla constante. Un mar de dudas, de mezquindades y de grandezas. Por muy indeseable que pudiera llegar a ser el cabeza de familia, siempre había algo bajo la superficie. Una continua promesa de redención. Un espacio para la compresión de sus luces y sus sombras. 

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Ha pasado mucho tiempo. Pedir una paella en Benidorm no solo no es ya para tanto, sino que es hasta un poco de guiri. Ser medio progre no te ata a una chaqueta marrón empanada color croqueta. Ver un poco de muslo en celuloide es casi un acto de rutina. Salimos perdiendo, eso sí, en lo de Eurovisión. No olemos el trofeo ni a patadas. Da igual que llevemos ritmo caribeño o serenata. Nos tienen manía, como Don Severiano a Josete. 

Cuéntame cómo pasó ha sido, durante más de dos décadas, un servicio público. Una ventana de nostalgia para los que vivieron todo aquello. Una herramienta didáctica para los más cortos en edad. Si la serie fuera una persona, ya podría votar. Estaría, a lo mejor, terminando la carrera. Peinaría el mercado, quizás, en busca del primer empleo. 22 años dan para unas cuantas cosas si se utilizan bien. Se ha quedado a cinco de meterse en el club de James Dean y Kurt Cobain, pero bueno, dos décadas y un patito tampoco está nada mal. Pero no parece muy probable que los Alcántara se vayan a ir muy lejos. Lo que pasa que ahora nos acompañarán de distinta forma. En la de reposición perpetua, seguramente en Clan y a altas horas de la noche. Compartiendo mausoleo y público con Los Serrano, la otra gran familia española de la pantalla chiquitilla. La gente y las cosas se acaban. Todo cambia en este mundo. Cambia lo superficial, cambia también lo profundo. Así que adiós a estos madrileños de Albacete