
La parte final, la de Santa María la Mayor, era la que Francisco entendía como su auténtico funeral: sin mandatarios y arropado por pobres y marginados
26 abr 2025 . Actualizado a las 20:37 h.Pensada por los grandes artistas del Renacimiento y el Barroco para inspirar la idea de eternidad a través de la geometría, la plaza de San Pedro ofrecía este sábado una imagen esplendorosa en el funeral del papa Francisco. De un lado, el rojo intenso de los cardenales. De otro, el negro de luto de los monarcas y líderes del mundo. En medio, el féretro deliberadamente sencillo sobre el que descansaba el Evangelio abierto. Como ya había sucedido en el funeral de Juan Pablo II, el viento romano se puso a mover las páginas, como si quisiese corregir la elección del pasaje. Filas de hábitos blancos de sacerdotes, violeta oscuro de los obispos. Rezos, incienso, cánticos en un Pentecostés de lenguas, estallidos de bandadas de palomas... Una multitud de decenas de miles de fieles se extendía a lo largo de la Via della Conciliazione, que, vista desde la plaza, parecía, literalmente, una autopista al cielo.
Fue en el funeral de Pablo VI la primera vez que los fieles se expresaron por medio del aplauso, entonces considerado ajeno al ritual. El sábado los asistentes aplaudían repetidamente aquellas frases en las que el oficiante, el cardenal Re, hacía alusión al compromiso social del papa. Pero había quien estaba dispuesto a disputarle el protagonismo. Antes de que terminase la misa, ya se había difundido la fotografía que mostraba a Donald Trump y Volodímir Zelenski sentados el uno frente al otro en el interior de la basílica de San Pedro, hablando. Los locutores de las televisiones se apresuraron a celebrarlo como un último servicio del papa a la paz. Una idea noble, pero prematura, considerando los precedentes.
Anticipándose a las campanas, un estruendo de helicópteros anunció el comienzo del cortejo fúnebre. Se ha insistido mucho en la novedad de algunos cambios en el ritual, pero este ha sido el hecho simbólico verdaderamente revolucionario de este papa: enterrarse en el centro de Roma. No es que no haya precedentes; más de sesenta papas descansan en diversas iglesias de la ciudad. Pero entonces toda Roma formaba parte de los Estados Pontificios. Desde que estos desaparecieron, solo Pío IX quiso ser enterrado en la Roma ya italiana, como desafío, y aun el sepelio tuvo que celebrarse de noche ante la amenaza de los anticlericales de arrojar el féretro al Tíber. Como un desafío también, solo que en esta ocasión a la curia, interpretan algunos esta decisión del papa Francisco, aunque él prefirió presentarlo como un gesto hacia su grey romana, de la que también era obispo.
La imagen era, en todo caso, insólita. A través del Tíber, a lo largo del Corso Vittorio Emanuele y Piazza Venezia, la comitiva de automóviles se iba adentrando en la Roma laica saludada por filas de fieles y curiosos que a su paso hacían la señal de la cruz o levantaban el teléfono móvil en un gesto que, visto de lejos, no resultaba demasiado afortunado. El paso junto al Coliseo, a lo largo de la Via dei Fori Imperiali, rebosante de restos del pasado pagano de la ciudad, era como una reflexión sobre su historia, la de la propia Iglesia. También el destino final, Santa María la Mayor, parecía insinuar un resumen de la historia de la propia Iglesia, con su planta paleocristiana, tan antigua que quizás fue antes un templo pagano; su torre medieval; el techo del siglo XVI, dorado con el oro que, se dice, trajo Colón de América. El templo mariano no solo alberga, como se ha dicho, la imagen de la Virgen preferida por el papa Francisco: en su suelo apareció el mosaico que dio luego el modelo para las representaciones de su imagen.
Esta parte final era la que el papa entendía como su auténtico funeral: sin la presencia de mandatarios y con su féretro arropado por una selección de pobres y marginados de la sociedad. Era un último gesto de esa humildad sincera con un punto de populismo que caracterizaba a este papa venido de Argentina. El lugar de su descanso último, sin embargo, encerraba un mensaje más íntimo: una modesta lápida en mármol de Liguria, la tierra de sus antepasados y, sobre esa piedra, tan sólo una cruz y un nombre: «Franciscus».