
Qué pena. Renunciar voluntariamente a sumergirse en miles de mundos, abstenerse de forma premeditada de conocer los recovecos de otras mentes, y de que la propia estalle en mil pensamientos, como palomitas de maíz —pop, pop, pop, pop—, ante la revelación de una nueva idea.
Qué lástima. Rechazar conscientemente la oportunidad de revivir indefinidamente, en cualquier lugar y a la hora que se quiera, aquellos veinte minutos de prórroga tras el pijama y el cepillo de dientes, cuando su voz te guiaba por las peripecias de un escarabajo que acababa conociendo a una araña que le tejía un jersey tras dejar atrás el ladrillo que su familia compartía con unas luciérnagas.
Qué tristeza, la verdad, rehusar la posibilidad de asomarse al abismo de otras vidas, o saborear, como uvas bien maduras, cada casilla de una rayuela. Pasear un viernes cualquiera por Meira en compañía de Merlín (e familia) y poder refugiarse en Macondo cuando las cosas acá se ponen un poco feas. Qué desgracia, sinceramente, ser incapaz de tararear las melodías enredadas en los versos de un poeta en Nueva York e ignorar el galope de un unicornio de cenouras. No le llegarán este montón de letras, desde luego, pero desde aquí, mis sinceras condolencias. Qué infortunio, qué penitencia, María Pombo, esa orgullosa abstinencia.