Por qué «La asistenta» es la serie de Netflix que deberías estar viendo

David Suárez Alonso
David Suárez REDACCIÓN / LA VOZ

TELEVISIÓN

Netflix

Es un relato que «a priori» no encaja entre tendencias y algoritmos. Pero, a pesar de su dureza, engancha, coloca al espectador en su sitio y deja un poso para reflexionar. Así es empezar desde cero sin tener nada en qué apoyarse

25 oct 2021 . Actualizado a las 17:56 h.

Mientras el algoritmo de Netflix se esforzaba en convertir El juego del calamar en la serie más vista de la historia, la plataforma estrenaba sin pena ni gloria una de las mejores series que ha producido en los últimos tiempos. La asistenta, con todos los ingredientes para estar entre las favoritas en los próximos Emmy, es una ficción de diez capítulos bien rodada, interpretada y a la que no le sobra ni un minuto. Una miniserie directa, creíble, honesta, interesante, magnética... Algunos le pondrán la pega de que la historia está edulcorada al estilo Hollywood, pero ya le gustaría a la ficción coreana tener ese guion, trama y resolución. Y todo esto abordando cuestiones que no son precisamente sencillas: violencia de género, pobreza, alcoholismo, salud mental, desigualdad y dándole, ya que estamos, un buen repaso a la deficiencias de los servicios sociales de Estados Unidos.

Todo empieza con un puñetazo que acaba destrozando una pared de madera a escasos metros de la cara de Alex Langley, la protagonista. Unos platos sin fregar que le arrojan literalmente a la cara. La joven a la que encarna la actriz Margaret Qualley decide entonces romper con todo y huir con su hija. En medio de la noche, básicamente con lo puesto. Sin tener a donde ir ni a quien recurrir. Sin trabajo, ni ahorros. Necesita empezar desde cero a los 25 años y con una niña de dos. Después de pasar una noche en el coche, Alex tiene su primer contacto con los servicios sociales. «¿Está usted bajo la influencia de alguna droga?», le pregunta la funcionaria cuando la joven le dice que enseñarle las estrías es la única forma con la que puede demostrar que la niña que tiene en el colo es su hija. Para salir de una relación abusiva, Alex se mete en el bucle infinito de la burocracia y los programas sociales. Un sinsentido. No puede acceder a guarderías subvencionadas si no tiene trabajo, pero para trabajar necesita que alguien se quede con su hija. Y más de lo mismo ocurre a la hora de buscar un techo. Podría acceder una plaza en un albergue para víctimas de violencia de género, pero ella duda de lo que sea. No hay parte de lesiones, ni denuncias previas. «¿Entonces llamo a la policía y les digo que no me pegó?», le pregunta Alex a la trabajadora de Servicios Sociales. Ella arrastra otro tipo de heridas: control, abuso, maltrato psicológico y humillación. Y cómo la serie disecciona la relación con Sean, su pareja y padre de la niña, es uno de sus aciertos. «Antes de morder, el perro ladra», le recuerda una de las jóvenes con las que coincide en el albergue. Y el espectador puede ver, poco a poco, como Sean anula a Alex. Su personalidad y su opinión desaparecen. Se hace cada vez más pequeñita, casi invisible.Y el agujero es cada vez más hondo: sin vida propia, sin amistades, sin coche, sin trabajo, sin móvil... Hasta el punto de que en una de las escenas se ve como Alex, cuando parece que ya no existe para el resto del mundo, es literalmente absorbida por el sofá.

Maid, traducida como La asistenta o Las cosas por limpiar, es la adaptación de un superventas literario. Stephanie Land contaba en su primera novela su recorrido para salir de la pobreza limpiando casas y compatibilizar sus estudios con la crianza de dos hijos sin ningún tipo de apoyo familiar. Como el propio libro añadía al título: trabajo duro, sueldo bajo y la voluntad de una madre de sobrevivir. The New York Times, que ya había publicado un artículo de Land sobre los medicamentos que encontraba en las casa donde limpiaba, lo eligió como una de las mejores memorias del 2019 y Barack Obama le dio el empujón definitivo cuando lo incluyó entre sus recomendaciones de lectura para el verano. El relato, más allá de la historia de superación y de la dureza de toda la situación que cuenta, ponía el foco en lo difícil que es conseguir acceder a los programas sociales en Estados Unidos. Ese laberinto de papeles y entrevistas para demostrar que uno no tiene hogar, que necesita trabajo y que el presupuesto diario se le agota llenando el depósito de gasolina. Y no solo eso. Además, ella tuvo que enfrentarse a un sistema que no ayudaba y que en muchas ocasiones cuestionaba sus decisiones e incluso la culpaba. «El sistema judicial me decía que una persona razonable no se habría sentido amenazada por mi pareja y me veían como una mala persona por sacar a un menor de un entorno estable. La persona que abusaba de mí parecía un mejor padre porque tenía casa, ahorros y trabajo, mientras yo estaba en la calle», recordaba Land en una entrevista. La suya es la cara B del sueño americano. Una realidad que han trasladado bien a la pantalla, con el espectador viendo cómo la protagonista entra en números rojos cada vez que hace un gasto, con escenas brillantes como la de su primer contacto con la trabajadora social o con frases tan rotundas como la que dicen a la cara a Alex: «Deberías estar haciéndolo mejor por ella», refiriéndose a su hija.

En la adaptación televisiva han querido darle una visión más global a la historia. Los productores no querían que fuese solo lo que le ocurrió a Stephanie. Querían que la historia fuese un reflejo de lo que le pasa a muchas personas. Cogieron mucho del libro. De esas jornadas limpiando baños y escribiendo en libretas. «Me pasé dos años limpiando casas. Después de lo que vi, no quiero ser rica», llegó a decir la escritora. Pero para la serie crearon un nuevo personaje. Uno que todos podemos conocer. Por eso introducen esos flashback en los que vemos a esa chica de Montana que va a ser la primera en su familia en ir a la universidad y a su novio que trabaja de camarero para ahorrar y hacerse un viaje en bicicleta. Ese embarazo no buscado que lo cambia todo. Esa incapacidad de Sean para asumir que su vida ahora es otra y como toda esa frustración deriva en alcohol, gritos y desprecios a su pareja. Su relación entró así en un peligroso bucle, pero no eran los primeros. Indagan en sus infancias, en las relaciones fallidas de sus padres, en hogares desestructurados, educación a medias y en una América de tráiler-vivienda y cervezas para desayunar.

Margaret Qualley y Andie MacDowell, madre e hija en la realidad y en la ficción, en una escena de «La asistenta»
Margaret Qualley y Andie MacDowell, madre e hija en la realidad y en la ficción, en una escena de «La asistenta» Netflix

Sin hacer mucho ruido, La asistenta ya se ha colado entre las series del momento en Netflix. Pero en España se ha hablado de ella principalmente por dos motivos triviales: las canas de Andie MacDowell en Cannes y el hecho de que la actriz de Cuatro bodas y un funeral haya rodado por primera vez con su hija. También encarna a la madre de Margaret Qualley en la ficción y cada una de ellas brilla en su papel. Sus diálogos y las escenas que comparten son de lo mejor de la serie. Una relación difícil en la que se intercambian los roles tradicionales. Alex es comedida, madura, realista y decidida. En cambio, el personaje de MacDowell, la artista hippie y eternamente joven Paula Langley, es todo lo contrario: inestable, estridente y con una curiosa tendencia a desaparecer cuando se le necesita. En realidad, es Alex quien cuida de Paula, cuestionando sus relaciones, sus decisiones y su incapacidad para madurar. Es la joven de 25 años la que se preocupa por la economía familiar y por el futuro, mientras la madre salta de una relación tóxica y de abuso a otra. El único apoyo de Alex en su nueva vida es una bipolar que confía en la marihuana como única medicina. MacDowell dice que para interpretar este papel lleno de aristas y matices se inspiró en su madre, a la que diagnosticaron esquizofrenia cuando ella era una niña. Y en pleno brote psicótico de su personaje, la veterana actriz deja una de esas miradas a cámara en las que no hace falta ni una palabra. Su mirada lo dice todo y su cara deja al espectador casi tan paralizado como se queda su hija (la de la ficción).

Las dificultades para salir adelante y alimentar dos bocas sin apenas ingresos, la batalla por la custodia, la desigualdad, la precariedad… La serie mantiene al espectador en una montaña rusa de avances y pasos atrás en el camino de la protagonista hacia la independencia. Un buen día las cosas le salen y está dándolo todo con el Don't stop me now como lo haría el ministro Iceta, pero al día siguiente vuelve a estar atrapada. Cuando parece que Alex lo está logrando, siempre pasa algo que lo cambia todo. Y vuelta a empezar. Como la vida misma.