
La memoria sentimental de cualquier deportivista tiene sus raíces en su campo, su casa, su templo. La de los que rieron, lloraron y cantaron en sus asientos, y también de los que viven desde la distancia el sentimiento blanquiazul.
En las entrañas del estadio de Riazor, en los días que se labraron las mayores hazañas del equipo, y las imprescindibles victorias para recuperar el terreno perdido, como ahora, uno puede imaginar, o sentir incluso, la fuerza del Atlántico latiendo bajo sus cimientos para empujar a su equipo.
En ese rincón mágico a orillas del mar no hay mayor emblema que la torre de Marathón, el cordón umbilical que une las memorias de los abuelos, los padres y los nietos. Su rehabilitación no solo repara una herida, sino que permitirá darle usos hasta ahora desconocidos a ese espacio singular.
El proyecto en marcha del Deportivo, además, concreta el tan ansiado museo, dentro de una batería de medidas que incluye mejoras para adecentar los usos más cotidianos del campo que hacen en cada partido los aficionados. Un plan para felicitarse, en la casa y orgullo del deportivismo.