El viento en las aldeas de la Galicia interior y de la raia ibérica, desde Ourense a Bragança, de Tui a Valença, no es un viento cualquiera. Es la banda sonora del silencio ensordecedor de una Europa que está abandonando sus cimientos rurales. Esta frontera de granito, que histórica y culturalmente es un solo cuerpo, habla hoy de un declive compartido que la burocracia comunitaria se empeña en fragmentar y, peor aún, en ignorar.
Desde la Galicia interior hasta el Sabugal portugués se observa que donde la línea política termina, comienza el relato compartido de la diáspora, el contrabando y las lenguas mestizas. La crisis que vive la Galicia vaciada con la pérdida de sus falas, sus mitos y sus romarías es el espejo fiel del drama que se replica en toda la frontera. Es la pérdida de la identidad colectiva que nos une como espacio ibérico.
Las grandes políticas de cohesión invierten en la geografía física, puentes, carreteras y conexiones de alta velocidad. Sin embargo, fallan estrepitosamente al no financiar la geografía del alma. De nada sirve una carretera flamante si no hay nadie en las aldeas de A Gudiña, Laza o Viana do Bolo para contar la historia del lugar que conecta. El problema que enfrentamos en Galicia y en el norte de Portugal es un olvido institucionalizado que prioriza la economía de escala sobre el patrimonio inmaterial.
Cuando una aldea en la raia se vacía, no solo perdemos casas; perdemos un archivo oral irrecuperable. Perdemos el léxico único, la receta ancestral y, sobre todo, la leyenda fundacional que da sentido a ese territorio. La autenticidad del relato es el último recurso valioso, y ese relato está a punto de ser silenciado para siempre.
La reflexión debe ir más allá de la tristeza rural. Estamos presenciando una segunda, y más sutil, forma de extinción: la erosión digital de la memoria.
En toda la franja ibérica, las leyendas hablan de las mouras encantadas, figuras míticas ligadas a tesoros y fuentes. Hoy, el peligro viste de algoritmo. La moura, el mito que devora la identidad, no necesita ya un pozo de agua; ahora se esconde en el GPS, en las aplicaciones de genealogía que mercantilizan las raíces, y en los marcadores (pins) de Google Maps que reducen un santuario a un mero punto de selfi.
Al georreferenciar cada rincón, al digitalizar la memoria sin el contexto de la voz humana que la transmite, corremos el riesgo de vender el alma de la raia, pieza por pieza, en el mercado global del olvido. El profano se invierte: lo sagrado reside ahora en la resistencia a no registrarlo todo, a no traicionar la tradición oral con el frío dato digital.
La cultura, y en particular la literatura, deben asumir la función de georreferenciar el alma de estos lugares a través del arte antes de que desaparezcan.
El silencio de las aldeas de la raia es un grito de auxilio, no solo a Lisboa o Madrid, sino a Bruselas. La Unión Europea debe financiar el rescate activo del patrimonio inmaterial, reconociendo que la raia no es la periferia de dos naciones, sino el corazón pulsante de la identidad ibérica compartida.
Si no convertimos ese silencio en palabra, en literatura, en teatro, en arte digital, no será solo la raia la que se apague, sino una parte insustituible de la memoria colectiva europea que la modernidad, irónicamente, está acelerando.