
El miércoles Yolanda Díaz comunicó que paraba por orden facultativa. No se estila que los políticos compartan partes médicos a no ser que el revolcón sea morrocotudo, pero con el foco situado a diario sobre su sombra la ministra tuvo que anunciarse con carácter preventivo y reconocer que a veces el cuerpo, como el comandante, exige parar. La baja médica de Díaz es, de hecho, una exhibición de normalidad dentro de un gremio que suele ocultar sus averías y ofrecer perfiles de semidioses desinteresados en lo que los humanos necesitamos para vivir, cositas como comer de manera decente o dormir lo mínimo imprescindible. Existe todo un género periodístico que narra las jevalladas de los representantes públicos para trabajar por encima de sus posibilidades físicas, un género que también aborda los atajos químicos con los que a veces los políticos afrontan un plan laboral demencial. En el año 2006, uno de los canales italianos de Silvio Berlusconi testó el sudor de 50 políticos locales y descubrió que 16 de ellos habían consumido cannabis o cocaína el día anterior a la prueba. Y otra televisión alemana encontró trazas de farlopa en 41 de los lavabos en los que miccionan los parlamentarios europeos. En fin, que el oficio de la alta política suele presumir de complexión divina y escamotear no solo los achuchones sino también los asuetos, una cultura que en el fondo es rancia como el unto, porque las vacaciones, las jornadas laborales presentables y las bajas por enfermedad son conquistas que nos alejan del esclavo que fuimos.
Ese tufo se cheiró el miércoles cuando Yolanda Díaz comunicó que no se encuentra bien. Los «cuídate» que casi todos le deseamos fueron un bálsamo de normalidad frente a la flatulencia dialéctica de un exdirigente de Ciudadanos que presupuso que la lesión de la ministra deriva de su deficiente entrenamiento laboral. Una gracieta muy de estos tiempos maleducados en cuyo sustrato se observan trazas de un engreimiento de clase que atufa.