
Durante el corto paréntesis que los niños saharauis pasan en Galicia con familias locales, los críos suelen compartir un estupor: el del agua saliendo a chorros por un grifo que nunca se agota. En los 46 años que han transcurrido desde que los refugiados soportan el desierto y la escasez, el agua es una rareza cuya ausencia marca el ritmo de los poblados. El asombro de los pequeños saharauis por el milagro del agua infinita sería equivalente al que sentiría un pequeno galego si un día las billas se quedaran secas. En la cara rica del mundo las cosas simplemente suceden y ese automatismo secuestra nuestra capacidad de valorarlas.
Durante la crisis energética de los setenta triunfó un atinado lema que pretendía alertar sobre las escaseces colectivas frente a las holguras individuales. Aquel Aunque usted pueda pagarlo, España no puede apelaba a la conciencia de grupo frente al individualismo y conectaba con generaciones que hacía no tanto habían vivido la miseria terrible de la posguerra. Tantos años después, las circunstancias nos colocan ante la evidencia de que los recursos no son infinitos.
La guerra en el Este ha desajustado el mercado energético, pero algo estremecedor se olfatea en el ambiente que tiene que ver con el equilibrio del planeta y la caña implacable que le metemos. Cada baño en el agua extrañamente tibia de la playa de A Ladeira activa la incómoda impresión de que urge vivir de otra manera. Un buen bodeguero de la Ribeira Sacra desvelaba hace unos días un dato asombroso: en los últimos cinco años el alcohol en los vinos gallegos ha subido una media de dos grados, lo que desbarata la producción y el mercado de manera radical. No hace falta ser muy marciano para sospechar que nada volverá a ser como fue. Ya no valen ocurrencias de primos enterados ni desafíos dialécticos que, francamente, han dejado de tener puñetera gracia. El no me da la gana de apagar la luz por las noches que algunos profieren estos días no es un grito de libertad sino de estupidez. Aunque ella pueda pagarla, España no puede.