La historia de amor de Jimmy Carter con la hija de la vecina

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

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Jimmy and Rosalynn Carter.
Jimmy and Rosalynn Carter. CARLOS BARRIA | REUTERS

El expresidente de Estados Unidos, de 99 años, y su mujer, de 96, forman una de las parejas más icónicas de la historia moderna estadounidense. Ahora viven juntos sus últimos días en una modesta granja familiar de su Georgia natal

05 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

En el sur de Estados Unidos hay una zona famosa por sus melocotones. También es el escenario de aquella epopeya confederada de damiselas frías y galanes con orejas de soplillo, Lo que el viento se llevó. Se trata, claro, de Georgia —cuidado, no confundir con el país—. Uno de los siete territorios exaltados que, el 8 de febrero de 1861, proclamaron la secesión para salvaguardar la institución maldita de la esclavitud. Las décadas pasaron. La mancha de la rebelión se diluyó. Una nueva sociedad emergió de las cenizas de un lugar doliente y derrotado. Quedaron atrás los últimos resquicios de la segregación gracias al empuje militante de millones de personas de a pie. 

116 años después del inicio de aquella guerra civil entre grises y azules, un orgulloso georgiano tomaba las riendas del país y se convertía en el nuevo inquilino de la Casa Blanca. El único de esta región que se ha sentado tras el escritorio del despacho oval. James Earl Carter Jr., conocido amistosamente por el mundo entero como Jimmy Carter. Pero no son estas unas líneas de crónica política. Ya se ha reflexionado larga y ampliamente sobre este singular mandato presidencial en otros foros. Para estas letras tiene más interés el lado íntimo de esta historia. Una de amor nonagenario con la hija de la vecina. 

El escenario inicial es un pueblecito llamado Plains. Modoso y meridional por los cuatro costados. De gente recatada y humilde, que acudía de etiqueta a las misas de domingo. Apenas eran unos pocos cientos en 1927 —ni siquiera en el presente superan los 700—, año en el que nació Rosalynn Smith. Fue traída al mundo por una matrona llamada Bessie Gordy. Quiso el destino que aquel bebé llorón y aquella enfermera se convirtieran, diecinueve años después, en nuera y suegra. Los Smith y los Carter vivían a unas pocas manzanas de distancia. Frecuentaban los mismos sitios. Pertenecían a la misma parroquia. Paseaban las mismas avenidas. Y en aquel vivir rutinario y rural, en la mezcolanza de gentes y amistades, un chico se enamoró de una chica. 

Me casaré con ella

A pesar de la proximidad geográfica, las infancias de Jimmy y de Rosalynn fueron muy distintas. Casi opuestas. Ella sufrió la mordida de la miseria cuando, siendo apenas una adolescente, quedó huérfana de padre. Antes de cumplir los 18 tuvo que ponerse a trabajar para llevar comida a la mesa. Jimmy, sin embargo, creció entre algodones. Literalmente. Su padre era el dueño de una extensa plantación —en la que también se cultivaban cacahuetes—. 

A los 17 años, Rosalynn se había fijado de reojo en el hermano mayor de su amiga Ruth Carter. Pero la diferencia de edad —tres veranos que en la adultez no parecen nada, pero en la juventud pueden ser un abismo— y la timidez se erigían como un muro entre los dos. Él dio el primer paso. En un arranque de impulsividad, dicen. Vio Jimmy un día a Rosalynn bajando la calle. Una tarde como cualquier otra. Pero, quién sabe por qué, aquella vez la observó de una forma distinta. Se acercó entonces a ella para proponerle lo que los chicos ligones y atrevidos proponían en esos tiempos. Que si le apetecía acompañarlo al cine. 

«¿Qué tal la cita, hijo?» (o algo por el estilo) preguntó Bessie después. «Me casaré con esa chica, madre» (o algo así), respondió el muchacho. Y sucedió. Se unieron en 1946. El que luego sería presidente —aunque le quedaban para eso varias vidas— vistió orgulloso en el altar su uniforme de la marina estadounidense (llegó a ser teniente). Ella lució una pamela blanca. Los dos compartieron sonrisa. Aquellos fueron los primeros pasos de un baile que dura ya 77 años. Y que se está acabando como se acaban todas las cosas que se mueven en el mundo.

Library of Congress

A lo largo de estas casi ocho décadas, los Carter han vivido en muchos sitios. Los inicios del matrimonio fueron con una maleta siempre hecha. Así es la vida del militar de carrera. Ambos tenían el proyecto de ver mundo. De explorar y, con los pies continuamente en polvorosa, no parar hasta haber saciado todas sus curiosidades juveniles. Plains no era sino un recuerdo de niñez y pubertad. Pero el destino llamó a la puerta, o más bien, la echó abajo. En 1953, murió el padre de Jimmy. Impelido por el deber o la lealtad hacia la estirpe, el marinero se enfundó el peto y volvió a la diminuta población para cultivar, como lo habían hecho antes sus mayores, algodón y cacahuetes. Parecía el final de la aventura. No fue, sin embargo, más que el principio. 

En 1962, Carter irrumpió en la política regional como un debutante carismático y lleno de pericia. Ganó un asiento en el Senado estatal de Georgia. El siguiente paso era, teóricamente, el capitolio de Washington. Pero fue derrotado en su primer y único intento de hacerse con un escaño nacional. A pesar de todo, la nave, eventualmente, despegó. En 1970 se convirtió en gobernador de su tierra. Y en 1976, contra todo pronóstico, se hizo con la nominación presidencial demócrata sin ser ni el más conocido ni el más poderoso de los contendientes. El votante común, sin embargo, vio en este grajero del sur, tan ajeno a los ruidos de la capital, un soplo de aire fresco y un descanso de los excesos nixonianos

Un beso entre el ruido

Hay una preciosa imagen, furtiva al menos en apariencia, que describe perfectamente la naturaleza de esta longeva relación. En uno de los pomposos salones de la residencia presidencial, entre las alhajas y las ceremonias que van con el cargo, Jimmy Carter aprovecha un breve respiro para acercarse a su mujer y darle un beso en la mejilla. En mitad del ruido y de las bajas pasiones de la política, dos personas que se querían y se apoyaban con sinceridad habían llegado a la meta. Insólito, pero cierto. Y tierno también. 

Pero los buenos sentimientos no bastan. El pueblo norteamericano no quiso otorgarle a los Carter cuatro años más en la Avenida Pensilvania. Tomó un radical desvío, de los que marcan época, dándole el trabajo a un tipo de Hollywood llamado Ronald Reagan —cuyo matrimonio, por cierto, bien merece también un artículo—.

Devastada por la caída, la pareja decidió dar unos pasos hacia atrás para volver a coger impulso. Así que desanduvieron lo andado y volvieron a su granja de Plains, Georgia, donde aún pasean y se dan la mano. Él tiene 99 años y un cáncer que le devora el cuerpo. Ella tiene 96 y una demencia creciente que amenaza con borrar los recuerdos de su vida extraordinaria. Pero, incluso en horas bajas, mantienen la sonrisa blanca y la mirada cómplice. Todo empezó con una plantación de cacahuetes y una visita al cine local.