Decepción Nadal

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CARL RECINE | REUTERS

27 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

No hay nada más desolador que decepcionar a alguien. Es peor que enfadarlo, que disgustarlo, que confundirlo. Saber que alguien esperaba de ti algo que no le has dado, que alguien te suponía mejor de lo que realmente eres, que alguien querido contaba contigo y tú le has fallado. Tener la convicción de que has decepcionado abre una sima profunda en tu interior de la que resulta difícil recuperarse.

En lo general, el gran decepcionador de la temporada se llama Rafa Nadal. Empezó a decepcionar cuando después de ganar su último gran título decidió seguir a pesar de las lesiones en lugar de decir adiós con esa épica que tanto nos gusta a las personas vulgares. Los seres humanos admiramos a quienes tienen el don de saber cuándo hay que marcharse. Y compadecemos a las que continúan cuando ya sobran. Necesitamos referentes que nos enseñen a salir a tiempo de los sitios, quizás por todas esas noches a las que les sobraron horas o todas esas relaciones a las que les sobraron años. La leyenda de Greta Garbo vive de su decisión de retirarse a los 36 años, en pleno éxito, y hacerlo de manera radical. Y todas hemos pronunciado ese amargo «qué necesidad» cuando hemos visto a Robert de Niro participar en cosas tituladas Mi abuelo es un peligro. Hay algo de la dignidad personal que se va por el sumidero cuando se sigue en un sitio en el que ya no se debería estar.

Y por aquí anda Nadal, decepcionando. El primero, a su biógrafo, el escritor John Carlin, con quien el tenista compartió miles de horas de conversación para componer su Rafa. Mi historia. «Me siento engañado y me siento tonto», ha confesado el escritor estos días, confundido por el incomprensible apoyo que Nadal ha prestado a Arabia Saudí y a su manera de chotearse de los derechos humanos. Hasta ese momento, Carlin había sido el mejor publicista del deportista, no solo por su carácter y talento en la cancha, sino por su actitud fuera de ella. Además de un genio de la raqueta, se nos había convencido de que Rafa era un buen tipo, una buena persona, un ciudadano que pagaba sus impuestos en España, una inspiración para los niños, una referencia para los mayores. Esa combinación entre ganador y honorable lo habían convertido en un héroe moderno. Todo eso se ha desmoronado al convertirse en embajador de Arabia Saudí, cuyo abyecto régimen se dedicará ahora a promocionar. La decepción tiene un problema añadido: introduce el veneno de la sospecha, el pálpito de que todo por lo que Rafa Nadal era admirado quizás fuese mentira.