
Su apariencia de eterno adolescente hizo que muchos le cogieran una manía injusta. Pero un vistazo algo reposado a sus últimos años hace llegar a la conclusión de que es alguien destinado a la grandeza y a desmentir los encasillamientos
11 abr 2025 . Actualizado a las 13:11 h.A muchos despertó rabia Timothée Chalamet en sus inicios. Sus pintas de adolescente perpetuo, sus ojos caídos, los rasgos afilados y aristocráticos de su mandíbula puntiaguda. Había algo en él que parecía diseñado para despertar cierto rechazo, que transmitía el aura altiva del hijo malcriado del ricachón que anda por el mundo como si fuera a heredarlo entero.
En esta obcecación, fueron muchos también los que se negaron a reconocer que, ya en Call Me by Your Name, su primer gran pinito, demostraba tener las inconfundibles hechuras de quien ha nacido para ser observado por la cámara. Es también cierto, no obstante, que el Chalamet de aquellos compases iniciales no es ni la sombra de la sombra de lo que es ahora. La evolución ha sido esplendorosa y ascendente. Poco a poco ha ido asediando a sus detractores. Les ha ido explicando que ese rostro de estatua griega que Dios le dio y que tanta desconfianza crea acabaría siendo en sus manos un arma poderosa. Que se saldría de los moldes del niño bonito y perseguiría los desgarros y las emociones abrasadoras de los gigantes que le precedieron. Y así, piedra a piedra, aquel levantador de suspicacias ha acabado siendo uno de los más celosos guardianes de la antorcha del Hollywood clásico. Un actor en los términos ahora antiguos y románticos que abundaban en una época dorada en la que los carteles exhibían nombres como Paul Newman, Steve McQueen, Rock Hudson, William Holden o James Dean (aunque a este último no le dio tiempo a mucho).
«Este levantador de suspicacias ha acabado siendo uno de los más celosos guardianes de la antorcha del Hollywood clásico»
¿Quiere decir esto que puede el aún muy joven Chalamet compararse con estos ilustres predecesores? ¿Que ha alcanzado, antes de cumplir siquiera la treintena, tan altísimas cotas de grandeza? Pues no. Pero sí hace vislumbrar, aunque sea en un horizonte aún lejano, un futuro brillante. El que hoy es un principiante que comienza a consagrarse y perder los ruedines, podría completar en unos años su metamorfosis y mostrarse con los vivos colores del verdadero virtuoso. La muestra más innegable aporreó las pantallas hace tan solo unas semanas. Simplemente con alborotarse la melena y aprender a cantar con la nariz, sin inverosímiles y afectadas contorsiones histriónicas y manteniendo el equilibrio de convivencia entre intérprete e interpretado, se transformó genialmente en Bob Dylan. A Complete Unknown, fantástica película que pasó desapercibida en los Óscar, fue un doble mortal de perfecta ejecución para su protagonista. Solo la mala suerte de haberse topado con Adrian Brody —que en cuanto deja correr un par de lágrimas por los perfiles de su imponente nariz se torna irresistible para los académicos— negó a Dylan, digo a Chalamet, los laureles del éxito industrial —que, por otra parte, no demuestran gran cosa—.
A pesar de la honrosa derrota, que ya la quisieran muchos para sí, sirvió la maravillosa mímesis biográfica para terminar de desterrar todos esos prejuicios que habían anidado durante casi una década entre los más suspicaces del patio de butacas. Aunque, para ser justos, ha tenido que esforzarse el triple que otros de sus contemporáneos. En el fondo de esta inquina, y ahora muchos caídos del caballo empiezan a reconocerlo, no había más que azarosos motivos estéticos que poco o nada tenían que ver con la falta o abundancia de dotes actorales.

Todos aquellos que habían decidido ya, a cuenta de sus fauces puntiagudas y de sus mejillas imberbes, que a Chalamet había que llamarlo niñato hasta el día del juicio final, tuvieron que mirar deliberadamente para otro lado en el transcurso del último lustro. Si no habrían tenido que rendirse a lo que comenzaba a ser una evidencia. Encerrado en aquel cuerpo raquítico había una grandeza generacional que año a año se iba haciendo más y más expansiva. Una primera pirueta fue la por lo demás bastante insoportable Beautiful Boy, donde se paseaba por los oscuros callejones de la adicción a la droga. A pesar de que la película es un carrusel de lloros subrayados, Chalamet deja muy patentes sus intenciones de no dejarse encasillar. De cambiar de piel como lo hacían aquellos ídolos enormes que se empiezan a sentir cada vez más remotos y olvidados. De ser un Custer y subirse con sus botas a luchar y morir a la colina de las viejas formas artísticas.
Los adoquines de La Sorbona
Defendió muy bien, de hecho maravillosamente (y no se le reconoció como merecía), su Enrique V en El rey, una de esas rarezas del catálogo original de Netflix (rareza por aquello de ser buena y estar flotando en un mar de bodrios).
El del monarca inglés, legendario en la literatura por su gran victoria épica en la batalla de Agincourt, es un personaje, aunque no lo parezca, muy poco agradecido. Su condición de shakespeariano ha hecho que algunos de los más grandes declamadores de la vieja Inglaterra hayan tratado de hacer suya la corona. Desde Laurence Olivier a Kenneth Brannagh, había una alargada sombra cerniéndose sobre el día de San Crispín. Inteligentemente, El rey no intenta calcar o acercarse siquiera a la perspectiva teatral. Más bien se coloca en un plano de autoconsciente divertimento medieval y aventurero. En esta aceptación de las limitaciones y explotación de las posibilidades, Chalamet supo ser un héroe poliédrico y un reclamo lo suficientemente atractivo como para mantener pegados y en funcionamiento todos los engranajes de un proyecto de costes millonarios.
Y en esto llegó Wes Anderson. Le quitó la armadura, le calzó pipa y bigotillo y lo convirtió en un estudiante rebelde de los de lanzar adoquines en La Sorbona. La crónica francesa —que, aun a riesgo de levantar controversia, hay que defender hasta el desfallecimiento como una obra maestra— hizo ver que los empeños tercos de Chalamet por estar siempre en movimiento cual medusa en el Mediterráneo captaban la atención y despertaban la fascinación de los grandes directores de actores. Sin asomo de vergüenza le dio el contraplano a la curtida Frances McDormand y supo integrarse en las particularidades que exige el universo estético y a la vez sentimental de Anderson. Y entonces ya los ciegos, salvo aquellos que le habían cogido irremediable gusto a la ceguera, comenzaron a ver.