Lucía Freitas, estrella Michelin: «Hay cocineros que no tienen a una sola mujer en su equipo y luego hablan de la pasión que les transmitió su madre por los fogones»
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En uno de sus viajes a Japón se le encendió la chispa de la revolución nipona que está liderando. Ahí nació la idea de que cocineras y productoras tienen que unirse para hacerse más fuertes: «La gastronomía ha sido siempre muy injusta con la mujer»
26 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.El mundo de Lucía Freitas (Santiago, 1982) es inabarcable. Tiene tantas aristas que cuesta comprender que pueda con todo. Porque además de sembrar la excelencia culinaria en A Tafona (una estrella Michelin), en Lume y en la famosa terraza del Costa Vella, todos ellos en Santiago, también se empeña en desarrollar un proyecto social en defensa de las productoras y cocineras (Amas da Terra). Para entender este salto hay que ahondar en sus raíces, en la cultura del esfuerzo que lleva en su ADN, pero también en su pasión por la huerta y el mercado que, gracias a su padre, cultivó desde niña. Para ella el producto es la materia prima imprescindible para crear ese arte efímero al que se le llama cocina. Y ahí, en ese punto, esta cocinera que solo sabe moverse por sus pasiones, descubrió en Japón una segunda casa, pero también a mujeres que siguen estando demasiado silenciadas. Ha perdido ya la cuenta de las veces que lo ha visitado. La última, hace unas semanas. Quizás por eso tenga aún ese chute de energía que transmite nada más comenzar a hablar.
—¿Por qué ese vínculo con Japón?
—Comenzó hace diez años. Vino a comer a mi restaurante Mari Watanabe, que es una mujer muy influyente en el mundo gastronómico de Japón y vive en Tokio desde hace muchísimos años. Estaba escribiendo un artículo sobre el vino de Galicia y llegó a comer a mi casa con un viticultor. Por aquel entonces aún tenía menú del día, pero para clientes especiales hacía un menú degustación. Y recuerdo que le sorprendió lo que comió. Uno de los platos fue un caldo de cocido, y me dijo que le recordaba a Japón. Incluso me preguntó si sabía algo de cocina japonesa porque encontraba esa influencia en mi manera de crear, de mezclar alimentos, de emplatar... Yo le dije que no, pero que siempre había soñado con ir. Entonces, ya llevaba diez años en el restaurante y no tenía ni vacaciones. Así que me dijo que ella me llevaría a Japón. Pero, bueno, en un restaurante te dicen tantas cosas...
—¿Y qué pasó?
—Pues que a los tres días me llegó una carta suya con dos libros de cocina japonesa. Y desde ese mismo momento comenzamos a establecer una amistad. Dos años más tarde, me llamó y me dijo que me iba a llevar a Japón a dar una conferencia en un congreso gastronómico que hay en Hakodate. Imagínate, ¡mi primer congreso gastronómico! Entonces, yo no tenía estrella Michelin, aunque ya había logrado tener desde hacía un año y pico el restaurante de mis sueños, con mis cinco mesitas de mantel, y haciendo un menú muy personal. Y cuando llegué a Japón, el recibimiento fue increíble. En viajes posteriores tuve la oportunidad de visitar las rías japonesas de Shima, que se llaman así porque unos gallegos las bautizaron de esa manera.
—¿Crees que los gallegos y los japoneses nos parecemos tanto siendo, a la vez, tan diferentes?
—Sí, hay cosas en las que somos muy diferentes, pero el clima, las variedades que hay en las rías, el sector primario, los quesos... son similares. El año que visité las rías de Shima conocí a las Ama japonesas, que son mergulladoras y mariscadoras, y que tienen un rango de media de edad que va desde los 40 a los 85 años y todavía bucean. Cogen erizo de mar, ostras, abalón (oreja de mar)... Sentí esa unión entre la fuerza de la mujer gallega y la de la mujer japonesa, sobre todo, en el mundo rural. Esas Ama mariscadoras. Y a mí las cosas en el restaurante ya me empezaban a salir como yo quería y a tener seguridad para poder pensar en otras cosas.
—¿En qué sentido?
—Reflexionaba acerca de la situación de la mujer en la gastronomía, porque siempre ha sido muy injusta. La cultura gastronómica, los productos de nuestra tierra... Siempre han sido las mujeres las que se han encargado de transmitir las recetas, de cocinar..., son mayoría en las casas de comidas. No debemos olvidarlo. Y una vez que dejé de tener problemas en el restaurante, como tenía al principio, que no llegaba a final de mes. Porque mis primeros ocho años fueron de supervivencia, pura y dura. Pero una vez que pasé eso, gané la estrella Michelin, y yo sentí tranquilidad, porque tenía reservas, dinero en el banco y manos que me ayudaban en el restaurante, entonces empecé a tener también otra prioridad en mi vida.
—¿Cuál?
—Poder hablar de mi caso en particular, de cómo pasé de ser una persona que tenía muchísimas inseguridades y que tardé años en aprender a quererme, a mí y a mi cocina. Empecé a pensar en cómo podía allanar el camino a otras mujeres. Entonces, en uno de estos viajes, me chocó mucho ver a mujeres que eran unas grandes profesionales, pero que habían dejado su trabajo porque en Japón, una vez que eres madre, tu profesión pasa a un segundo plano. No puedes dedicar tu vida al trabajo, tienes que dedicarla a la familia. Eso todavía me hizo pensar más. Y en el siguiente viaje di unas charlas dirigidas a mujeres en Wakayama. Mi intención era encender esa chispa. Estaba muy ilusionada con la idea de unirnos, de apoyarnos, de darnos visibilidad y de hacernos fuertes para lograr también nuestro sitio. Después de esa charla se me acercaron muchas chicas a contarme sus casos y a darme las gracias por hacerlas soñar y pensar en unirse para, de alguna manera, hacer algo.
—¿Y quedó ahí la cosa?
—No, yo hablé con Mari Watanabe y le propuse unir esas fuerzas, crear una entidad de mujeres vinculadas a la gastronomía, pero transversal, que no solo hubiera cocineras, sino también productoras, que se puedan ayudar unas a otras y trabajar en conjunto. Ella se prestó a hacerlo desde el primer momento y creó Women in Gastronomy (WIG), que es la primera y única asociación de mujeres vinculadas al mundo de la gastronomía en Japón y a mí me nombró la presidenta honorífica por haber plantado esa semilla. Y desde entonces han pasado ya seis años. Luego surgió Amas da Terra.
—¿Qué es?
—Ya había nacido WIG y yo seguía viajando a Japón para hacer cosas con mujeres. De repente, me invitaron a San Sebastián Gastronomika y vi que tenía que ser el evento en el que naciera Amas da Terra. El nombre de Amas viene por esa vinculación con Japón, con esas buceadoras, pero también porque las mujeres son las dueñas de la gastronomía y por el verbo amar. Me llevé a 25 mujeres en un autobús a San Sebastián y las subí al escenario donde había mayoritariamente hombres. Luego vino Madrid Fusión y también llevé a todo mi equipo, que eran todas mujeres. Creo que hay que decir las cosas en alto para que la gente se dé cuenta.
—¿En tu equipo solo hay mujeres?
—El 90 % son mujeres. Tengo a dos hombres trabajando conmigo. Hay veces que hay más, y otras menos. Hay gente que no lo entiende y que me equipara con el machismo de una cocina en la que no hay mujeres. No es lo mismo, porque me siento un agente de cambio, una catalizadora, y creo que en mi restaurante puedo ofrecer un contexto adecuado para que las chicas aprendan en un ambiente sano. A mí siempre me gusta ponerme como ejemplo de lo que me ha costado crecer y valorarme, y de las veces que me he equivocado. De lo desastre que soy en muchas cosas. Y aun así, con perseverancia e ilusión, con sueños, he llegado a todas las metas que me he marcado. Y no soy antihombres. Tengo a hombres contratados en muchas cosas. Hay cocineros que no tienen ni a una sola mujer en su equipo y luego hablan de la pasión que les transmitió su madre por la cocina. Todavía hay machismo en la sociedad. Hasta yo misma soy machista. Y tengo un hueco para mujeres y para hombres, pero las mujeres tenemos un techo de cristal social y profesional, que es evidente. Y que solo podemos romper nosotras, con seguridad en nosotras mismas.
—Dices que la franja azul de la bandera de Galicia tendría que estar llena de caras de mujeres...
—Sí, porque han sido las que han sostenido todo. La familia, la economía, el trabajo en el huerto... Los hombres emigraban o se iban al mar y ellas se han quedado aquí. A Galicia la han levantado un ejército de mujeres. E igual que en la gastronomía o en la cultura, han estado siempre silenciadas. También porque nosotras mismas nos silenciamos. Nos falta un poco de ego. Y todo eso también lo intento transmitir cuando voy a Japón. Nosotras aquí somos más guerrilleras. Ellas lo tienen más difícil.
—¿Deberíamos creérnoslo más?
—¡Claro! La base es hacer ver que pueden llegar adonde quieran. Y para ejemplo me tienen a mí, que con mis mil defectos, pese a tener un hijo como madre soltera y pasarlas de todos los colores, tengo mi restaurante y un equipo que me ayuda a crecer.
—¿Cómo se lleva la maternidad siendo cocinera y con negocios?
—Mi hijo tenía un mes y medio cuando me quedé sola en el restaurante. Me explotó todo en la cara cuando mi hijo tenía 27 días. Y yo trabajaba 16 horas al día. Salía a las siete de la mañana de casa y llegaba de madrugada. No paraba ni para comer ni para beber. Era una locura. Porque no tenía manos. Me hubiera gustado poder disfrutar de los dos primeros años de mi hijo, pero no pude elegir. Tenía que abrir el restaurante, cerrarlo, tenía que ir al mercado, cocinar, tenía que fregar... Y tenía que trabajar esas horas porque tenía dos créditos encima y si no pagaba, se llevaban la casa de mis padres. No me quedaba más remedio. Pero siempre tuve el apoyo de mi familia, mis padres, mis hermanos y mi equipo, que en ese momento eran solo dos personas. Es verdad que yo no he sido un ejemplo de conciliación, pero porque no podía. Ahora, en cambio, aprovecho los momentos que estoy con mi hijo al cien por cien. Ahora puedo elegir estar con él.
—¿Te gustaría abrir un restaurante en Japón?
—Este año me surgió la oportunidad. Tuve una comida con un matrimonio maravilloso que me invitó a su casa y entendieron mi filosofía de trabajo dentro de un ecosistema y de generar riqueza a su alrededor, también de cocinar un territorio. Y me lo plantearon, pero de ahí a que llegue a cuajar... Pero sí me gustaría. Me parece una cultura maravillosa.