100 AÑOS. Se cumple un siglo del nacimiento de uno de los actores más determinantes de la historia del cine. Un ensayo de heredero de Laurence Olivier que tuvo que portar pesadas cargas
19 nov 2025 . Actualizado a las 08:43 h.Sus ojos, esos ojos del color de un cielo que quiere romper a llover, cuentan casi toda la historia. Impresas en la orografía diminuta de la pupila están las tristezas del hombre casi siempre tormentoso y atormentado que fue Richard Walter Jenkins Jr., más referido por el nombre gigante de Richard Burton. Una leyenda de callejones oscuros empedrados por la habladuría, la mentira y la media verdad. Una figura que no era personaje, porque a su casa se llevaba los tormentos que las cámaras captaban. Las sombras melancólicas que lo encumbraron a los cielos agridulces del estrellato y la admiración un poco histérica vivían y se arropaban, plegadas sobre sí mismas y ardiendo con vigor inmortal, en los recovecos de sus entrañas. Unas entrañas dolidas y heridas por las pesadas cargas del talento y el desamor encadenado.
Hace exactamente cien años, el 10 de noviembre de 1925, vio la primera luz un bebé galés que crecería para convertirse en un muchacho con rostro de inverosímil intensidad concentrada y, más adelante, en un miembro insigne de la grandísima actoría británica. Sus primeras conquistas fueron sobre las tablas, en la siempre honesta demostración del directo. Alguna pluma de mal fario creyó prudente bautizarlo, ya desde los inicios, como «el heredero de Laurence Olivier». Es una losa (una más) con la que cargaría ya toda la vida. La comparación constante con las estrellas colindantes de la constelación. Porque el cielo estaba entonces muy poblado. Coexistió y a veces hasta convivió con talles titánicos como los de Peter O'Toole, Richard Harris, Oliver Reed, Michael Caine, John Gielgud o Christopher Lee (al que por justicia y con premeditación hay que poner en este saco). Y eso solo en casa, porque al otro lado del océano estaban las dos musas Hepburn, Sidney Pioter, Spencer Tracy y hasta un maduro y curtido John Wayne (con el que compartió desembarco de Normandía en El día más largo). No era fácil sacar la cabeza para respirar en aguas tan bravas. Y eso que aún no hemos llegado al huracán violeta que centra esta historia. Doña Elizabeth Taylor, que merece capítulo aparte.
El desengaño con Cleopatra marcó los días acaso más oscuros de su vida. Casamiento, divorcio, de nuevo casamiento y de nuevo divorcio. Esta derrota sentimental hizo tocar al actor con los dedos de los pies los lodos pringosos del abismo. Bebedor empedernido que, se jactaba, no recordaba un día sin beber desde los 14 años de edad, exageró su debacle física y mental hasta consumir, de media, dos botellas de vodka diarias. Daba cuenta de ello Lee Marvin, con el que apareció en la despreciada (algo injustamente) The klansman. Años después del rodaje, se encontraron los dos en una fiesta. Y algo extraordinario sucedió. Para estupor de Marvin, Burton no recordaba haber hecho nunca tal película. Tanto es así que, con un visionado sobre aviso, percibirá el espectador algo avezado que abundan las escenas en las que su personaje está sentado o tumbado. Fue por pura operatividad. Estaba Burton siempre tan ebrio que el equipo no confiaba en su capacidad para mantenerse en pie más allá de unos pocos minutos (algo llamativo si se tiene en cuenta que estamos hablando de un thriller de acción).
Sospechaban todos que algo estaba comiéndose los intestinos de aquella gloria en realidad no tan vieja (sesenta). Semanas después del estreno ingresó en el hospital. El diagnóstico de los doctores fue claro. Un par de semanas con ese ritmo etílico y tabaquero y habría sido pasto de cementerio. Pero sobrevivió. Incluso sobrevivió para ver un modesto renacer bélico bajo la batuta del solventísimo McLaglen, que repescó sus cansadas dotes para Comando Patos Salvajes y Cerco roto. También en el ilustre cementerio de elefantes que era entonces Italia. Transformado en despiadado brazo ejecutor de las SS y con Mastroianni en el contraplano en Muerte en Roma. O de revolucionario muriente en El asesinato de Trotsky, donde Alain Delon hundía en su cráneo el afilado e histórico piolet. Pequeños alegatos finales que sirvieron de recuerdo en ocaso de lo que un día fue grandeza apenada.
UNA IGUANA HACIA CHINA
Lo de John Huston es de justicia guardarlo para el postre. Para entender a Burton más allá de la anécdota y la brillantina hay que pasar por el hotelito de almas errantes de La noche de la iguana, quizás su interpretación más sincera y descarnada. No para de repetir su descarriado y endemoniado personaje que, en caso de que la vida se vuelva invivible y ganen los lobos que le depredan el corazón y el pensamiento, siempre le quedará el recurso de «la gran travesía hacia China». Una forma particular y rebelde de suicidio. Lanzarse a la mar con las pieles al descubierto y nadar. Nadar hasta ver las costas orientales o perderse para siempre en el fondo del océano. Se torna casi autobiográfico este detalle. El propio Burton, con sus hábitos incorregiblemente coquetos con el desastre, mantuvo sin embargo toda su vida el hábito de echarse al agua y bracear. Bracear como el que reza por el destierro de las cosas que matan en silencio. Como en la película, en la comprensión de unos pocos encontró algo de tibia luz. Insuficiente, claro. Todos los genios portan a la chepa su pesada carga. Pero, contra todo pronóstico (incluso contra el de los doctores) está vivo todavía Richard Walter Jenkins Jr. El Beckett que dijo no a Jorge II de Inglaterra y sí a la inmortalidad artística, a pesar de todo.