María y Víctor son padres de un niño con una enfermedad rara: «Mi marido me dijo: "O cambiamos de vida o uno de los dos se muere"»
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Ibón nació con el síndrome de San Filippo A que le fue diagnosticado a los 10 meses de vida. Sus padres y su hermano cuentan los desafíos a los que se han tenido que enfrentar durante estos 16 años. «Estuvimos cuatro años pasándolas canutas con los dos críos y el trabajo. Uno de los dos tuvo que dejarlo», afirman
10 dic 2025 . Actualizado a las 08:41 h.Si hay una palabra que defina a María y a Víctor es la de «valientes». Hace 16 años se convirtieron en padres por primera vez de un niño llamado Ibón, pero todo se truncó cuando el pequeño cumplió 10 meses de vida y fue diagnosticado con el síndrome de San Filippo A, una enfermedad rara que causa la falta de una enzima. Y, por desgracia, con el tipo A dentro de la mutación tipo III, la más agresiva a nivel neurológico.
La historia comenzó tras un ingreso hospitalario. «Dentro de la mala suerte, hemos tenido mucha suerte. Cuando Ibón tenía diez meses, ingresó en el hospital por una gastroenteritis. La pediatra que estaba allí vio unos rasgos en el niño que le recordaban a otro caso que había en la provincia de Huesca. La nariz, las cejas... Es ahí cuando comienzan a hacerle pruebas», indica Víctor. «Ya en casa, la pediatra nos llamó y nos dijo que ingresábamos la siguiente semana en el hospital de Zaragoza. Pensé: “Pero si el crío ha pasado una gastroenteritis y ya tiene el alta”. Nombró la palabra mucopolisacaridosis. Me metí en internet, empecé a ver fotos y me di cuenta de que eran niños físicamente iguales a Ibón. Mandaron los resultados a Bilbao, Santiago, Barcelona... Para certificar lo que era y el tipo de mutación. Ahí ya nos confirmaron la noticia», explica Víctor.
«Un antes y un después»
Aun así, Víctor ya tenía sus sospechas previas. «Le dije a María: “Te voy a contar una cosa, pero desde que te la cuente en adelante habrá un antes y un después en nuestra vida. Estoy convencido de que Ibón tiene esta enfermedad”», confiesa. A pesar del disgusto, los médicos los tranquilizaron. «Me acuerdo de que nos dijeron: “Debéis estar contentos, porque ya tenéis diagnóstico. Ahora sabéis por dónde ir”, añade. La familia tuvo poco tiempo para digerir lo que estaba pasando. «El machaque psicológico fue brutal. Llegamos de Zaragoza a Huesca un viernes y el sábado ya estábamos los dos en el trabajo», indica Víctor.
«Le dije a María: “Te voy a contar una cosa, pero desde que te la cuente en adelante habrá un antes y un después en nuestra vida. Estoy convencido de que Ibón tiene esta enfermedad”»
María por aquel entonces trabajaba en un supermercado. «Recuerdo estar dentro de la oficina porque me pegaba unas lloreras tremendas. Él, en la fábrica, igual. Lo ocultabas, pero no por vergüenza, sino para que no te vieran mal los demás. Lloras, tocas fondo y te vienes arriba», confiesa María. Sin embargo, no tuvieron opción de mirar desde otra perspectiva el futuro. «Tú tienes que tirar para adelante. Ni dar pena ni nada. Recuerdo que llegamos a casa aquel día con el alta y dijo María: “¡A tomar por saco! Vamos a seguir hasta donde lleguemos”, afirma Víctor. Cualquier cosa, en aquel momento, podía ser positiva. «Miras a tu alrededor y te das cuenta de que tienes una familia y que quieres seguir formándola. Teníamos claro que queríamos más críos y que si había suerte vendría alguno sano. ¿Y qué haces, te separas? Como matrimonio queríamos ser felices. Sabíamos que era fácil ir a mejor con poco bueno que nos llegase», confiesa.
«Tú tienes que tirar para adelante. Ni dar pena ni nada. Recuerdo que llegamos a casa aquel día con el alta y dijo María: “¡A tomar por saco! Vamos a seguir hasta donde lleguemos”»
Posteriormente, persiguieron su sueño de aumentar la familia. No fue un camino de rosas, ya que María tuvo que interrumpir dos de cuatro embarazos. «El segundo venía con la enfermedad y aborté. El tercero fue Víctor, que estaba sano. Luego buscamos otro y venía mal», explica María. En el 2012, cuando Ibón tenía 3 años y medio, dieron la bienvenida a Víctor. Ahí comenzó otro calvario. «Después de la baja maternal, María comenzó a trabajar a media jornada. Estuvimos cuatro años pasándolas canutas con dos críos. Víctor, porque demandaba al ser chiquitín, e Ibón, porque no tenía conciencia del peligro, estaba en una etapa muy hiperactiva», afirma el padre. Hubo un punto de inflexión, donde tuvieron que decidir que uno de los dos debía dejar el trabajo. «A Víctor del estrés le dio un pequeño ictus. Entonces me dijo: “O cambiamos de vida o uno de los dos se muere”», confiesa María. Finalmente, ella dejó su puesto en el supermercado y pasó a cobrar una prestación para el cuidado de menores con enfermedad grave. Y, en su caso, con un 99,99 % de la reducción de la jornada.
«Andaba 8 kilómetros»
Hasta el 2018, Ibón era capaz de andar. «Siempre lo llevábamos a andar a diario, hacía ocho kilómetros en una hora y diez», explica Víctor. «Incluso con nieve y un frío que pelaba en invierno, pero a él le gustaba. Normalmente, estos niños acaban a una edad más temprana en la silla, porque lo que aprenden lo acaban desaprendiendo. Nosotros pensamos que eso le ha ido bien porque le ha ayudado un poquito a que no le avanzase tan rápido la enfermedad», afirma María. Las noches en su casa son «de juerga». «No duerme, a esas horas está de risas y de fiesta. Por la mañana lo levantamos, lo aseamos, le damos el desayuno y duerme. Antes no le dejábamos, pero ahora decidimos que es mejor dejar que haga lo que quiera», añade.
Por otro lado, estos padres hacen hincapié en el desconocimiento que hay en torno a la dolencia. «El niño estuvo llorando dos años. En el hospital no sabían qué le pasaba, todo lo achacaban a la enfermedad. Un día, mirándole la boca, nos dimos cuenta de que tenía caries. El problema era que no podíamos llevarlo al dentista porque al no parar quieto necesitaba sedación», explica Víctor. La solución parecían encontrarla en un hospital de Barcelona, donde sí lo hacían. Pero solo se quedó en un intento. «El anestesista no lo quiso dormir porque corría el riesgo de que se ahogara. Hotel y viaje pagado, volvimos a casa con lo mismo. Al final fue nuestra dentista de aquí la que pudo hacerlo. No ha llorado nunca más», aclara.
En otro momento, Ibón tuvo un problema con el botón gástrico que tiene colocado y que le permite comer. «Le pusieron uno de recién nacido cuando tenía 10 años. Eso le apretaba en el estómago. Se lo arrancó y un pediatra quirúrgico fue el que se dio cuenta. Nos han tocado médicos muy buenos, pero también alguno que no quiere reconocer que no sabe», confiesa Víctor. «Un neurólogo nos llegó a decir que había tardado en atendernos porque tuvo que informarse por internet de la enfermedad. Hemos tenido que sacarle parte de la medicación porque le sentaba peor. Al final, los que mejor conocemos a los hijos somos los padres», indica María.
«Nos han tocado médicos muy buenos, pero también alguno que no quiere reconocer que no sabe. Un neurólogo nos llegó a decir que había tardado en atendernos porque tuvo que informarse por internet de la enfermedad»
El bolsillo también se ve afectado. Ellos reciben 400 euros al mes de dependencia, aunque los gastos son mucho mayores. «La silla que tiene para salir a la calle vale 7.500 euros. De ayuda nos dieron 2.000. La que tenemos en casa, 1.500. El arnés que tiene que llevar, que son cuatro cinchas, 500 euros. Los pañales nos los dieron ya cuando era mayor, hasta los 8 años tuvimos que pagarlos nosotros. El coche nos valía nuevo 14.500 euros y con la rebaja del IVA nos quedó en 12.500. Pero al hacer la adaptación acabamos pagando 27.500. A veces pensamos: “Madre mía, el que no tenga para pagarlo...”», señalan. Echando cuentas, al inicio de todo invertían entre 800 y 1.000 euros al mes. «Además, pedíamos a Estados Unidos un medicamento que todavía no estaba disponible en España. Pagábamos por él entre 3.000 y 4.000 euros dos veces al año. Y, a mayores, 500 euros por los aranceles en la aduana de Barcelona», confiesa el padre.
«La silla que tiene para salir a la calle vale 7.500 euros. Los pañales nos los dieron ya cuando era mayor, hasta los 8 años tuvimos que pagarlos nosotros. A veces pensamos: “Madre mía, el que no tenga para pagarlo...”»
Víctor sabe que su «tato» es especial. «Es raro, porque el resto puede jugar con sus hermanos y yo no», explica a sus 13 años. «Tú eres el pequeño, ¿y qué te toca ser?», le pregunta su madre. «El hermano mayor», contesta él. «Si veo que papá y mamá están ocupados, pues les ayudo. Le doy de comer, lo pongo de lado...», afirma. «Lo positivo es que no riñen entre ellos», bromea María. «Y que si le doy un beso, se ríe», añade el pequeño. «¿Y qué te ha enseñado tu hermano? A tener paciencia y que no todo es tan malo como puede parecer», le replica su padre. La lección diaria es la de vivir el presente. «Ahora Ibón es de los mayores, porque algunos niños con esta enfermedad y esta edad ya no están. Eso es un orgullo y es algo que estamos haciendo todos, no solo es trabajo de uno». Sin duda, forman el mejor equipo.